domingo, 6 de octubre de 2013

TODOS SOÑAMOS con bailar acompañados (mini sueño)

          Éramos jóvenes. Todos los sábados después de la cena y la obligada visita a los pubs de la zona acabábamos en la discoteca de turno. Aquella noche y mi anécdota secreta no la olvidaré mientras tenga memoria.
Os cuento:
         No nos gustaba mucho bailar, más bien éramos de barra pero para poder tener una visión objetiva y general de las muchachas que se aglomeraban en el centro de la pista un amigo (el Flaco, fuerte y hermoso, de los no necesitaba decir una palabra para ligar, afortunadamente) y yo, nos subíamos a lo que en su día se llamaba pódium (desconozco si tal denominación continuará en vigor). Cerveza en mano y subidos a la atalaya discotequera la panorámica era excelente y para disimular nuestro propósito movíamos lateralmente y muy leve el cuerpo.
Esa noche pude ver, al otro lado de la pista, la rubia más esplendorosa y bella que jamás veré. Y para colmo me miraba desde la distancia. En un momento dado decidió dejar su copa en una barra cercana y se encaminó hacia mí. Temblé. Al Flaco no le dije nada (capaz era de joderme la ilusión y decir que lo miraba a él). Apenas nos separaban veinte metros pero con la cantidad de gente que había entre nosotros junto con la ilusión que yo tenía parecían kilómetros. No dejaba de mirarme, le daba igual si los muchachos con los que tropezaba se le quedaban mirando lascivamente, le daba igual que le pisaran los pies o que la empujaran, sus ojos (creo que ni parpadeaban) no apartaban su mirada de mí. A mí me faltaban rodillas, me faltaban bolsillos, me faltaba cerveza, me sobraba sudor. Apenas me quedaba dinero pero seguro que el Gordo, que estaba por abajo danzando de flor en flor sin ningún éxito, me prestaría dinero. Bueno, seguro que cuando la vieran eran capaces de entre todos pagarme una habitación de hotel. Seguía su camino. Yo ya tenía la boca abierta y el Flaco, a mi lado, no dejaba de moverse estúpidamente y de empujarme, ni se había dado cuenta de que uno de sus mejores amigos había encontrado el amor. Lo que es capaz uno de inventarse en lo que dura apenas una canción. Desayunaríamos en la cafetería de la esquina. La acompañaría a su casa. No dejaba de mirarme. Quedaríamos para la noche. Y se acercaba…y se acercaba. Cena, cine. Nos besaríamos. Iríamos a mi casa…un día y otro y otro y así hasta que no hiciera falta que fuéramos a mi casa porque ya viviríamos allí. Rodeó el pódium. Mi corazón me latía en los tobillos. Me agarró del camal del pantalón. Yo me repetía mi nombre para que no se me olvidara y me agaché muy servicial. Ella, con una voz con la que me despierto cada domingo entre el cantor de los pajarillos y el chirriar de la madera soleada, me susurró:
-Te puedes bajar, me gustaría bailar con él (lo que yo decía, el muy cabrón no necesita decir ni una palabra para ligar).


          Con la misma resignación con la que un perrito agacha la cabeza sin entender una puta palabra de lo que le grita su amo, me bajé del pódium. El Gordo estuvo toda la noche invitándome a cerveza. Agarré la mayor melopea de mi vida y esto lo cuento porque a mí me lo contaron que yo, y más con los años, recordaba nada (o no quería).


TODOS SOÑAMOS que todo sale como soñamos y con hacer deporte (mini sueño)

           Yo le preguntaré si el asiento está ocupado. Ella responderá, ahora sí. Nos presentaremos. ¿Qué tal? Yo, Hugo. Bien, yo, Diana. Magnífica mañana. Perfecta. Ella, camarera. Yo, cocinero. Ella, sacará tijeras. Yo, sacaré papel. Ella, sacará piedra. Yo, corazón. Y así, el resto de nuestra vida.

Tengo que dejar de soñar nuestras conversaciones una vez despierto o llegaré tarde al trabajo y acabaré en la calle (peor el remedio que la enfermedad).
Además, ¿y si la conversación no camina por donde yo soñé y acabamos hablando del programa de televisión de turno?  ¿Y si ella no responde lo que yo soñé que respondía y es una borde y descarada? No lo creo, la verdad. Tengo miedo; resulta que no soy un tipo muy espabilado ni perspicaz  y en esos casos se me nublaría la mente, se aflojarían las rodillas y la cagaría al decir alguna estupidez intentando dar un giro bienintencionado para encaminar de nuevo la conversación hacia la que yo soñé. Estoy seguro de fracasar estrepitosamente. Mira, mejor lo dejamos para el jueves total, seis meses intentando decirle dos palabras más o menos íntimas pero sin incomodarla, nada pasa por dos días más. ¿Qué son dos días? Si estuviera en mi lecho de muerte aún, pero no es el caso, al menos que yo sepa (mañana me cito con el médico).

         El autobús, muy de sus costumbres y tradiciones, llegaba retrasado. Comprobé que ella estaba sentada donde siempre se sentaba. Subí y como un experto cazador del amazonas me fui acercando poco a poco hasta ella. Ella ni veía ni sentía, no veía al viejito (algo verdoso) que se le sentaba a su lado rozándola delicadamente con la garrota, ni a la señora que en algún descuido en su dieta se había tragado una mesa camilla y que no hablaba, gritaba. Ni siquiera me veía a mí (¡a mí! Que estaba enamorado de ella desde hacía seis meses). Ella sólo tenía ojos para el mundo exterior. Ella y su ventanilla (¡Dios! ¡Cómo anhelan los peces de pecera el mar!).
Bajó en Granados, como todos los martes y jueves. Yo, dos paradas después, como todos los días.

        Llegó el jueves. Soñé la misma conversación (con algunos matices pero el mismo fin). Las mismas inseguridades. Se me ocurrió, vaya usted a saber por qué, que si no lo hacía ese día no lo haría jamás y en consecuencia tomé la peor de las decisiones posibles. Agarré la botella de whisky y me puse un chupito, luego dos, tres, cuatro y paré en el quinto.
El autobús llegó en su costumbre. Comprobé, sin vergüenza alguna, que estaba sentada en el asiento en el que siempre se sentaba. Estaba. Subí. Con aspavientos y sin contemplaciones fui sorteando al personal que entorpecía mi camino hasta ella como quien ahuyenta las moscas de su comida. Me senté a su lado. En ese momento y, creo yo, que por un giro brusco del autobús o algo que me sentaría mal en la cena, sentí un traspiés en el estómago con tan mala suerte que en una arcada involuntaria le estuqué su precioso vestido con lo que yo sabía que era un filete de pechuga rebozada, ensalada de pepino y tomate y cinco chupitos de whisky. Todo el autobús se escandalizó. Ella saltó del asiento perjurando en élfico. Yo me limpie la boca con la manga de mi mejor chaqueta y le solté, con una sonrisa sebosa, la siguiente frase: estás más rica que la mousse de chocolate (valiente gilipollas). El señor de la garrota advirtió que yo estaba borracho (alguien más joven lo hubiese intuido al verme subir tambaleándome al autobús) y atinaba, muy diestro para su edad, a romperme la garrota en la espalda. La señora de la mesa camilla increpó al conductor por dejar subir al autobús público a un borrachuzo como yo, éste ante las quejas del pasaje me echó del vehículo con lo cual, llegué tarde al trabajo de donde también, al comprobar mi estado, me largaron. Desde entonces, no tomo alcohol y busco trabajo en bicicleta. A ella, afortunadamente, no la vi más.



TODOS SOÑAMOS con no ser nunca el otro (mini sueño)

 La encontré en la esquina, cruce de Granados con Galerías, apoyaba su mano contra la pared llena de carteles de obras y conciertos atrasados y recolocaba, sin perder el equilibrio, sus zapatos. Parecían nuevos. Vestía sofisticada. Con fulgor excesivo brillaba su vestido rojo y los transeúntes que iban y venían de sus recados matutinos perdían la vista y el control de sus pasos en sus indulgentes caderas.

Agoté el cigarro y sin darme cuenta me vi en la infantil idea de seguirla. Se notaba que no tenía prisa, como si fuera enteramente feliz a sabiendas de que el destino soñado la estaba esperando sin ninguna de las urgencias intrínsecas del ser humano latiendo sobre la angustia del tiempo que se escapa(¡vamos, lo que se dice feliz! Digo yo). Caminaba retraída, desnutriendo el espacio y cruzando las zancadas saltando las baldosas de dos en dos.
Era hermosa. ¿Cómo te diría? Como cuando una ráfaga de viento entra arrasando en una habitación olvidada y triste y todo alrededor mejora, rejuvenece, ¿sabes? Embellecía las formas inertes de la avenida y con su reflejo en los escaparates de las tiendas de alta costura insinuaba un brillo vital en los ojos de los maniquíes. ¡Sí, hombre, de ese tipo de belleza que ni tú ni yo veremos de cerca!

Se detuvo a la altura del número cincuenta de Galerías. Enseguida el portero muy reverencioso él, salió del portal, cogió sus bolsas de la compra textil y mantuvo la puerta abierta para que la señora no tocara con sus frágiles manos el brillante pero vilipendiado pasamanos de la puerta. Ella, antes de entrar, miró hacia atrás como la actriz protagonista de la obra teatral más aplaudida por público y crítica que antes de abandonar la escena se gira para comprobar que todo, hasta la más ínfima de las motas de polvo, deja huella. Yo estaba al otro lado de la calle. No me vio. Yo sí vi como el servicial portero llamaba al elevador y con un suspiro la mandaba directita al cielo (al tercer piso).

Yo, muy ligero, aproveché la anulación mental del portero para entrar y subir corriendo las escaleras, llegar al tercer piso a tiempo de verla entrar en su apartamento y colarme dentro antes de que la puerta se cerrara.

Era una vivienda sencilla a la par que compleja, algo así como la estética de la propia dama que acaba de entrar. No tenía mal gusto; me fijé detenidamente y casi todo estaba en el lugar en el que yo mismo lo hubiese colocado de ser su inquilino. El pasillo era escueto y frío (como debe ser un pasillo y no tener que atravesarlo de costado para no derribar felinos siameses de porcelana) y en él abandonó los zapatos y con un equilibrio admirable, las medias. El salón, ardiente y conmovido, incitaba a andar descalzo por sus alfombras que seguro no eran de Persia, estanterías de escayola con más figuras que libros, dos sofás enfrentados y ni rastro del televisor (¡bravo!). Ella permitió a su blusa, con un encanto desmedido (en ese momento sospeché que me había visto), resbalar por su cuerpo y caer sedosamente sobre la alfombra. Más allá, en el umbral de la otra puerta por la que uno podía escapar del salón, cayó a plomo la falda.

Su dormitorio era una estancia para morir cada noche y renacer cada mañana. Divino. No era de éste siglo. Abrumador. Y su lencería ¡ah, su lencería! de ensueño (quise arráncame los ojos de la satisfacción). Se acercó a la cama, liberó el sujetador y se dejó caer sublime sobre mi cama donde recogió sus pechos uno que ya no era yo. Debí haberme arrancado los ojos hace un par de líneas… días... años…(y el corazón).

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