viernes, 27 de noviembre de 2015

CHANSON DE L’AUTONME



El sofocante calor nocturno del verano entraba agrietado por entre las rendijas de la persiana a la que apenas le quedaban dos dedos para llegar a su final y chocar contra el alfeizar de mármol de la ventana. La única luz que iluminaba débilmente el salón principal de la casa provenía de una pequeña lámpara colocada sobre un aparador que dominaba su pared más amplia. Unos metros por delante, una mesa ovalada sobre dos patas de araña ocupaba el espacio central. Frente al conjunto, en el otro extremo, un sofá haciendo las veces de cama, flanqueado por dos tresillos y entre ellos, en vanguardia, una mesa baja de cristal sobre la que había colocadas estratégicamente pequeñas piezas de porcelana dispuestas a derrocar, a primera vista, cualquier objeto que se depositara sobre ella. Un escenario confortable aunque dotado de un aparatoso señorío, de aspecto fuerte y rococó que poco o nada tenía que ver con ellos y sumida la dejadez de sus sombras en un triunfalismo más propio de la época del corsé y las levitas que del siglo grisáceo y minimalista al que ambos pertenecían.
Sin apenas comer ni beber y con la satisfacción que produce perder las horas que le sobran al tiempo, habían pasado el día tirados en el sofá como dos colillas de un cenicero desbordado, dejando que la música y la calidez del contacto humano aletargaran su pasado inmediato. Ella escondía su rostro, con los ojos recién bañados, bajo el brazo con el que él la rodeaba y él, la apretaba contra sí mismo como un moribundo que se aferra a la vida tumbado sobre la fina línea que separa ambas sentencias universales.

-No es el momento.- Repetía ella entre canción y canción.
-Nunca lo es.- Respondía él como un autómata sujeto a unas palabras predeterminadas.

Se necesitaban. El amor les había defraudado a través de encuentros esporádicos y relaciones poco rentables. Los príncipes de los cuentos de hadas que habían pasado por la vida de ella en realidad eran traidores al servicio de un Alí Baba malqueda y miope.  El primero, su marido. Sus últimos meses de matrimonio habían despertado los fantasmas de la primera impresión y desvelado el carácter que los hacía visibles y ahora, lejos del hogar que había levantado con verdadera ilusión y de su gata, que ronroneaba todas las noches entre sus zapatos olvidados, necesitaba recordar la mujer que era, la que sabía que llevaba dentro bajo capas y capas de rutina y desprecio diario. Sentirse aliviada entre unos brazos, unas piernas, una pasión sin futuro ni preguntas, eso era lo que necesitaba. Deshacerse de la piel muerta de la culpabilidad que conlleva el fracaso y refugiarse en la soledad fría y extraña de la promiscuidad. Y él, solitario la mayor parte de su vida, anhelaba siempre, como una suerte perpetua o un sino invisible grabado en su frente al nacer, el amor absoluto de la mujer imposible, errando una y otra vez el tiempo, el lugar, la circunstancia y las palabras. Era así como el destino los había unido: vagando por una plaza de cartón piedra, borrachos y anhelando certidumbres; desorientados y renegando de un mundo que no comprendían o del que habían entendido mal las instrucciones. Se complementaban, lo sabían desde el primer día que se vieron, muchos años atrás, jóvenes e inexpertos. No obstante, el muro de las circunstancias seguía ahí, imperturbable, y a cada minuto más y más alto. El reencuentro, tras diez años de vagar por el mismo laberinto de asfalto, había sido fortuito, por lo que, de antemano, no existía ninguna predestinación soñada a la que acogerse, y eso era algo que ambos sabían perfectamente. O al menos uno de ellos.
Se besaron. Mas por hacer algo relacionado con la necesidad que por placer. Sus corazones se desangraban careciéndoles de importancia a ellos y al mundo del que tanto ansiaban desaparecer. Todo les daba igual y el único parche que les quedaba para olvidar que todo el amor que habían dado se había perdido, como el tiempo, era el sexo. Él no quería lo uno separado de lo otro. Y ella ya no sentía nada.
-Lo quiero todo.- Susurraba él una y otra vez.
-No es el momento.- Respondía ella con una amabilidad casi extinta.
-Nunca lo es.
Es que no puedo (y tampoco quiero), pensó ella, sumamente cansada, acompañándole hasta la puerta.

-Deja que te cuide.- Suplicaba él rindiendo su mirada al suelo de mármol.
-Siempre podemos cuidarnos mutuamente…como amigos…- Ella desdobló la cerradura.
-Necesito más.
-El sexo es el olvido que necesito para calmar el dolor de mis heridas.- Abrió la puerta.
-Quiero más. Quiero amor.- Él salió.
-De eso ya no me queda.- Le besó la mejilla.
-Como pretendes entonces que no le odie escuchando lo que dices.- Se derrumbó ante la perspectiva de soñar una vida basada en una esperanza ficticia. Que detrás del humo, había fuego.

Bajó las escaleras muy despacio. Ella cerró las posibilidades y la puerta sin mirar.

-¿Y ahora qué?- Pensó.

Salió a la calle en el mismo instante en el que la madrugada bajaba los brazos.
Por segunda vez en la década abandonaba aquella casa con el mismo camino por delante y con idéntico resultado a su espalda. Cansado de ser la balsa que transporta a los descarriados de isla en isla, de ser el otro, el tercero siempre, recorrió la calle sin saber qué hacer o dónde ir y justo antes de girar la esquina, miró, también por segunda vez en aquella década, el balcón de los cigarros a medias, el balcón donde siempre se morían los geranios, el balcón donde nunca se asomaba nadie. Ya volvía la vista a proseguir su camino cuando una luz brilló al final del balcón, bajo el umbral de la puerta que lo separaba del salón en el que minutos atrás soñaba tumbado en el sofá junto a ella. Quiso creer que tal vez era el blanco de unos ojos que hartos de llorar consideraban otro destino. O tal vez una trasnochada llama de amor que bailaba entre dos enamorados principiantes. O tal vez un geranio que renacía de sus cenizas. Quiso creer tantas cosas que su cabeza se desbordó, sonriendo a media asta, tan esperanzado como aquellos ilusos creyentes que ven gigantes allá donde se alzan molinos. Y, reescribiendo sus ilusiones bajo la frágil sentencia popular con la que los desesperados soñadores se aferran a la vida y desdeñando cualquier futuro que no arraigara en sus principios esa premisa recurrente de que no hay dos sin tres, dobló definitivamente la esquina.

---

Nacido un nuevo día, la brisa mañanera del verano reconvertida en el viento frío y primerizo del otoño arremetía contra la persiana.
Recostó las cargadas vertebras de su espalda contra el respaldo del sillón y alejó las manos del teclado. Manos, que de golpear las teclas durante toda la noche se asemejaban más a las garras de un águila imperial que a los guantes de seda que masajeaban todas las tardes la espalda de su mujer. Tuvo la oportunidad de matar el último cigarrillo, que no recordaba haber encendido, con una calada profunda regocijando su pensamiento en la vacua premisa de la última frase –no hay dos sin tres- y la sobrevalorada confianza que el mundo le tiene al filamento invisible que la liga al destino. Así terminaría su relato, con una línea verde e infinita. Chasqueó los labios desilusionado por ver como el hielo derretido devaluaba su whisky de malta, se colocó los auriculares y cerró los párpados sumergiéndose en ese pobre pensamiento.

Derramó sobre su albornoz, que sólo se enfundaba cuando escribía como si eso le ayudara a despejar la vía que iba desde su cabeza hasta su mano, cuatro gotas de whisky con agua al sentir una mano tan inesperada como previsible sobre su hombro.

-Siento haberte asustado.
-No importa. Siempre es una alegría despertar así.
Se incorporó sobre el sillón y recogió los auriculares del suelo.
-La cama me parece enorme sin ti.

Se levantó del sillón y la miró fijamente.

-¿Qué? ¿Por qué me miras así?
-Cuantas veces escribí que me mirabas de esa forma. Tal y como lo haces ahora.
-Y ¿cómo lo hago?
-Serena y confiada. Como si al mirarme vieras el resto de tu vida.

Se besaron.

-Bailemos
-¿Es preciso? Vayamos a la cama. Estoy cansada; hace frío y es muy tarde.
-Ayer dejó de ser tarde. Hoy es temprano y nunca fue más preciso bailar.

Él alargó su brazo y desconectó los auriculares del ordenador. El sonido de una canción Verlaniana aparcó a un lado el eco de sus voces. Poco importaban las últimos tramos soñadores y felices de otras camas cercanas, poco importaba el ficticio entusiasmo con el que una mirada madrugadora y curiosa les confundía con su propio futuro desde el otro lado de la calle, poco importaban los vecinos y sus desganas de madrugar, poco importaba todo y nada pues aquella mañana de un verano que agonizaba a costa del otoño que renacía era el tercer aniversario de otra madrugada.

-Bailemos, entonces.


♫♫♫♫♫

Les sanglots longs
Des violons
De l’automne
Blessent mon coeur
D’une langueur
Monotone.
Tout suffocant
Et blême, quand
Sonne l’heure,
Je me souviens
Des jours anciens
Et je pleure.
Et je m’en vais
Au vent mauvais
Qui m’emporte
Deçà, delà,
Pareil à la
Feuille morte.

                                                            ♫♫♫♫♫


Paul Verlaine en boca de Charles Trenet.

---

Tan destemplado como el primer café de la mañana, sonreía, perdidos los ojos a través de la ventana.

-Buenos días.- Escuchó tras él.- ¿Tienes preparada la presentación? Recuerda que el director quiere verla antes…- ¿Eh? ¿Juan? ¿Juan? ¿Me escuchas?

-Sí, desgraciadamente te estoy escuchando.

Se coloco a su altura, frente a la ventana. Misma camisa, diferente corbata, similar pantalón y los zapatos, nada que ver los unos con los otros.

-¿La tienes preparada?

-Todos los días, a la misma hora. No se cansa de bailar solo.

-¿Quién?

-Arriba. La última ventana de la izquierda.

-Jodidos locos. ¿Sabes que van a trasladarlos? Van a derribar el edificio y, ¿sabes qué van a construir? Bingo…Un edificio de treinta y seis plantas…

-No creo que sea la radio. Tal vez un disco de un pasodoble o música francesa del siglo pasado o quizá sólo esté en su cabeza… ¿Quién sabe? Daría lo que fuera por escuchar esa melodía; y saber con quién sueña que baila. Su mujer… su amante… seguro el amor de su vida.

-¿Y quién lleva el proyecto? Bingo, otra vez. El menda. Bueno, junto con la Gutiérrez pero esa, como si no contara.

-No le importa nada lo que pase en el mundo exterior y mucho menos el más cercano, la locura que le rodea.

-La muy inútil cree que voy a prestar atención a sus ideas. El proyecto es mío, coño.

-Debiéramos de bailar más… o un día cesará la música y será demasiado tarde.

-En fin. Voy un rato a tirarle los trasto a la nueva… Está buena, ¿eh?… Me la pido… ja, ja, ja, ja… Adiós, ‘colgao’

-La vida es una mentira…esa es la verdad.


La fría luz del fluorescente acentuaba los blancos y ennegrecía los grises. El humo del café desapareció al mismo tiempo que su cuerpo comenzaba a balancearse como si en su cabeza sonaran las mismas notas musicales que tarareaba un pobre loco tras una ventana,  justo enfrente… al otro lado del mundo.

miércoles, 20 de mayo de 2015

NOVECIENTOSVEINTISIETE

Ands levantó la aguja y la música cesó. En ese momento, todo el interés se centró en el suave tintineo de la lluvia parpadeando sobre los cristales de la ventana.
  -¿Por qué la gente siempre despide sus cartas con un beso?
   -Yo que sé, Juan. Supongo que por cortesía o costumbre.
Ambos quedaban enfrentados al cristal pero lo uno se reflejaba.
  -¿Sabes? Yo creo que no. Creo que un beso es más impersonal que un abrazo. Si te paras a pensarlo es lógico. Cuando te presentan a una mujer que no conoces se suelen dar dos besos pero si la mujer es un familiar o una amiga le das un abrazo como muestra de cariño. ¿No crees?
  -No lo había pensado. Hace tanto tiempo que no me presentan a una mujer que si lo hicieran seguramente le besaría la mano.- Andrés apoyó su cuerpo sobre el canto del escritorio.
  -¿Te has fijado que las mujeres de hoy en día ya no usan vestidos?
  -Claro que usan vestidos, Juan.-Sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta de punto y sin quitarse las gafas se limpió los cristales.
  -Me refiero a los días de diario. A mí me gustan las mujeres como antes, con sus vestidos floreados, sus medias de nailon, sus zapatitos de tacón…
  -Los tiempos cambian. Tampoco los ancianos utilizamos boina y no por eso dejamos de ser ancianos.- Intentó infructuosamente amagar con saliva un remolino de su pelo que veía reflejado en el cristal de la ventana.
  -Yo no dije que las mujeres no sean mujeres. Sólo digo que me gustaban más como vesan antes. Eso no significa que no me gusten; aclaro que me gustaban más…

Después de un leve golpecito en la puerta, ésta se abrió y un instante después apareció María sujetando una bandeja entre sus manos. La hija de Andrés, después de casarse, la contra con la triple tarea de cocinar, aliviar la faena doméstica dos veces por semana y comprobar cada mañana que su padre seguía con vida. La primera vez que Ands contempló la levedad del cuerpo de aquella mujer se sintió como si acabara de subir un sinfín de escaleras. Cuando se refería a ella lo hacía desinteresadamente como asistenta, aún así, ante las reprimendas de su hija alegando que era demasiado arcaico e incluso ofensivo y a las que él replicaba ocultando y disimulando un fervor interno, qué de ofenderse tanto tenía como la llamara, termi refiriéndose a ella por su nombre. Algo que a él, secretamente, le agradaba sobremanera. En la intimidad de su mente, repea su nombre una y otra vez hasta que conseguía armonizar el tono de las sílabas con los latidos de su corazón.
  -Buenos días señor Andrés. ¿Se puede?- Su voz miedosa se confundía con el sonido incesante de la lluvia y Andrés tenía que esforzarse para oírla.
  -Adelante, María. Buenos días.
  -Acabo de llegar del mercado. Le traigo una tacita de caldo caliente.
Todas las mañanas, justo después de cesar el sonido del gramófono, ella le traía cualquier clase de quido reconfortante: un té con limón, poleo con miel, café descafeinado con cuatro gotitas de leche que Ands, cuando María saa del despacho, ennegrecía con otras cuatro gotitas de brandy o, cuando preparaba cocido, caldo hirviendo.
  -Hace frío esta mañana ¿verdad?
  -Este frío hace bien- Andrés esbozó una mueca levantando la comisura izquierda de su boca y con ello la mejilla. Un gesto que pretendía parecer a una sonrisa- ¿Ha llamado alguien?
  -No, aún no ha llamado nadie. Pero no se preocupe que yo le aviso…- Disimulaban, ambos sabían que lo una persona podía llamar, la única que tenía aquel mero de teléfono- ¡Uy! Se me olvidaba- María salió del despacho con paso ligero y un momento después volvió a entrar con el mismo paso.- Tenga Feliz cumpleaños- extendió su mano, escondida tras la espalda, ofreciendo un pequeño paquete envuelto en fantasía.
  -No tenías que haberte molestado.- Andrés descubrió el regalo con delicadeza.
  -Lo sé. Pero quería hacerlo.
  -¡Ah! ¡Qué…bonito!- El envoltorio escondía un marco para fotos, no muy grande, de madera oscura, que Ands en ese momento no acertó a reconocer, con quemaduras decorativas pirograbadas en sus esquinas.
  -Lo he hecho yo.- Con un gesto lleno de dulzura, que conmovió las débiles rodillas de Ands, se recogió un mechón del cabello que le caía sobre el rostro.
  -Jamás he visto nada tan hermoso.
  -Siempre que entro aquí le veo contemplando la misma fotografía y pen que sería mejor enmarcarla antes de que se le deshaga entre las manos.- Con generosa modestia señaló la fotografía que descansaba sobre una esquina del escritorio.
  -Muchas gracias, María.- Ands se acercó y ambos rozaron sus mejillas. Los besos los lanzaron al aire.- De verás, gracias. Un regalo precioso- abrió sin dificultad el reverso del marco y colocó dentro la fotografía- y además cumple su cometido a la perfección.
  -Me alegro de que le guste. Bueno… Si necesita algo estaré arriba.- Se retiró dando pequeños y descoordinados pasos hacia ats.
  -Muy bien. Y gracias de nuevo.- Desde luego, no estaba acostumbrado a sonreír y se notaba.

María salió del despacho y antes de cerrar la puerta miró con timidez la sonrisa cérea que Ands acompañaba con su agradecimiento. Al escuchar el sonido hueco de la cerradura, como si un golpe hubiera recibido, se desplomó sobre la banca y quedó hipnotizado mirando su foto, enmarcada ahora en un hermoso contorno añejo.
  -Lo ves,  lleva pantalones.
  -Lo sé... De haberla abrazado.

La habitación prestada y que María llamaba el despacho, no era más que una sencilla habitación cuadrada, pequeña y de paredes azules. La única luz era artificial, ya que nada colgaba del techo, y al penetrar por la ventana lo primero que iluminaba era un escritorio de roble emparejado a un sillón que Ands mandó traer de la escuela al día siguiente de cerrarla por falta de niños. Opuesto al conjunto inherente, quedando a la derecha de la puerta de entrada y la izquierda de un pequeño hogar que antaño se utilizaba para cocinar, una mesa camilla con faldas de pana verde sobre la que descansa el gramófono y al lado de ésta, una banca de madera de tres cuerpos que Inmaculada se trajo de casa de sus padres cuando se casaron.
  -¿Qué años tendríamos aquí?- Se perdía la mirada de Andrés en el paisaje bucólico de la fotografía, en la que dos niños, sentados entre dos hileras de cepas, coan alegres un trozo de sandía.
  -Cuenta los dedos.
  -Eso no tiene ninguna gracia. - Se levantó bruscamente y de dos pasos se plantó delante de la ventana donde su rostro acartonado quedaba iluminado por la frágil luz del día.- Ninguna gracia.
  -Vamos, vamos, viejo. Menos nubes, que para mí la tiene.                                           

Acarició el telón de seda que cubría parcialmente la ventana y obser el cielo con una resignación que venía de lejos. Toda la inmensidad del escenario era una gran nube embriagada de blancos y diversas tonalidades de un gris enfermizo, como el cuadro renacentista de un entierro en lunes, y el sol bajando los brazos tras ella. Más cercano le quedaban los olivos; en sus hojas, destellos de rocío aparentaban entre la neblina matutina las estrellas de un firmamento crudo y otal. La lluvia cuchicheaba a favor del viento, que soplaba y soplaba contra el cristal de una ventana que suplicaba en silencio una mano de pintura para la primavera. Ands la entreabrió penetrando, con la misma vitalidad que recorre un impulso involuntario el sistema nervioso, el aroma humedecido de la sombra de los rosales que tenía justo delante y que rodeaban toda la casa a la vera del camino empedrado. La cerró y retomó, con una mano el hilo de sus pensamientos y con la otra la taza de caldo.
  -Anda, ¿por qué no me lees lo que has escrito?

Ands dejó la taza sin probar su caldo, se sentó delante del escritorio y repacon la  punta de  un lápiz  diminuto los últimos párrafos que había escrito la  tarde anterior.

***
  -Lo ves, tienes nueve dedos, no diez. Tenemos tantos años como dedos. Y cuando tengamos diez nos crecerá otro dedo.
Se podía decir que yo era el mayor porque nací primero. También decían que éramos mellizos. Yo renegaba de esa palabra y más de una vez me había peleado con otros chicos por defender que no éramos tal cosa. Y todo por no conocer su significado. Madre me explicó, que estar dentro de su barriga era como estar sumergido en las profundas y oscuras aguas del océano. Yo no tuve dificultades en salir a la superficie pero Juan se entretuvo un poco más y durante un instante le faltó el aire. Era por eso que entendía las cosas un poquito después que los demás.
  No! Tengo diez dedos y nueve años. ¡Cómo tú!  
Cuando los días andaban revueltos siempre nos refugiábamos -refugiados en un campo de refugiados- en aquel rincón del campo. Apoyados en la alambrada, lejos de las tiendas, de las burlas de otros niños, del hambre, de los adultos y desde donde podíamos contemplar a través de un marco cuadriculado el río, los caminos, los pájaros y el sol.
  -Mira mis dedos -le decía-. Ves ahora como tengo nueve. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie-, -te, ocho y nueve. Lo ves, nueve dedos, nueve años.
Desde que fusilaran a Padre, en paz descanse, y del comienzo de nuestro exilio mis ojos habían madurado trágicamente pido. Me preocupaban otras cosas; me hacía otro tipo de preguntas; me había acostumbrado al olor que deja la muerte; a pensar pido; a llevar las alpargatas dos meros más grande y no recordaba la última vez que había llorado. A mi edad había visto cosas que no debería de haber visto y comprendía situaciones que ni siquiera algunos adultos comprendían. Además, aquella situación en la que nos encontrábamos ya la habíamos vivido en España. Allí vivíamos confinados en el submundo que habitan los señalados con el dedo y sobre los que se murmura a su paso. Madre lo pedía que nos dejaran en paz pero la ideología de su marido pesaba demasiado y ante la presión de los que nos rodeaban y alguna que otra pedrada, nos vimos  obligados  a  huir.  Era  una  supervivienteSupongo  que  Juan  y  yo éramos demasiado jóvenes para ese adjetivo.
Aquella  mañana  de  agosto  las  preocupacioneestaban  a  flor  de  piel.  Los hombres se arremolinaban en la caseta de entrada al campo exigiendo explicaciones al comisario frans y las mujeres corrían de un lado para otro como gallinas alborotadas cacareando los posibles destinos de nuestra suerte. Por eso, para tranquilizar a mi hermano, nos habíamos alejado del bullicio y lo entretenía con un juego infantil que Padre, en paz descanse, me había enseñado cuando vivíamos en el pueblo.
  -¡Madre, Ands dice que tengo nueve dedos!- Madre apareció corriendo por dets de una de las tiendas.
  -¡Vamos, niños! Dejaos de juegos.

Tenía los ojos más hundidos que de costumbre y los mulos acentuados como dos monculos aislados en mitad de la llanura a causa de su extrema delgadez. Le recordaba blusas floreadas y algún jersey blanco de pico pero desde la muerte de Padre, en paz descanse, siempre vesa de negro y eso la hacía parecer vieja y fea; yo la veía asearse por las mañanas y sabía que no lo era. En aquella época la edad no tenía nada que ver con la vejez.
  -¿Qué ocurre, Madre?
  -Nos echan de aquí, no nos quieren. Somos las sobras y nadie quiere las sobras.- Repea con desprecio una y otra vez.
Y en verdad que nadie nos quería. Nos habíamos convertido en seres atridas cuya única manera de poder sobrevivir era deambular por el mundo hasta que la muerte nos alcanzara, como si fuera de ella de quien huíamos. Viejos y viejas, jóvenes y no tan jóvenes, niños y niñas, todos expulsados a escobazos de sus hogares y forzados a buscar un trozo de tierra bajo los ojos de un Dios que lo exisa para los vencedores.
Para los nazis éramos comunistas, el enemigo del régimen que habían impuesto por las armas a media Europa. Para los franceses, que nos habían acogido de mala gana al terminar la guerra civil, habíamos pasado de ser la carne de cañón que levanta la alambrada que frena al enemigo a ser el exiliado incómodo e indeseable al ocupar ahora, ese mismo enemigo, la parte de Francia en la que nos encontbamos. Y para España, la patria, que decía Padre, en paz descanse, éramos los vencidos. El enemigo que saa huyendo y a esos, ya se sabe el muro o la cárcel. Así que, por lo pronto, nadie quería saber nada de nosotros. Como los vagabundos piojosos que duermen en un banco del parque, no hacen daño pero estorban a la vista y desentonan con el mobiliario urbano.
El último día, cuando ya corría por el campo el temor de que los nazis tenían la intención de devolvernos a España, el miedo y la resignación se apoderaban de las cabezas de tal modo que cualquier conversación banal y esporádica se convera en una perorata filosófica sobre el final de la vida y la ironía de que hasta ella nos llevaran en tren. Aquella noche, intuitivamente, el destino de muchos de nosotros se amortajó. Los soldados alemanes nos sacaron del campo sin avisar y sin poder llevarnos nuestras pertenencias. Apenas algunas fotografías que, dobladas, meamos entre las costuras de los abrigos para que al registrarnos, como si fuéramos delincuentes, no las encontraran. Para un apátrida es importante no deshacerse de su procedencia, por si al llegar la muerte su cuerpo ha de dar explicaciones. Nos condujeron mansamente y en fila india hasta la estación del ferrocarril situada a las afueras del pueblo, allí, en una vía alejada de las usuales nos esperaba un tren de mercancías con el portón de los vagones abierto y unas maderas anchas colocadas en rampa para poder acceder a ellos. Los niños no lloraban, los hombres habían claudicado y la misma oscuridad de la noche se retraía ante la mirada perdida de las mujeres. El silencio era un nudo amarrado a la garganta y unos párpados condescendientes. Si tratas a un ser humano como a un perro, la primera vez no lo entenderá y te mirará desconcertado; la segunda renegará y hasta es posible que se abalance sobre ti; pero a la tercera será él mismo quien se compre un bozal.
Mi hermano Juan y yo nos refugiábamos entre los faldones del abrigo de  Madre. La fuerza con la que nos agarrábamos a ella era tal que nuestras as atravesaban el abrigo, la falda y se clavaban en sus muslos. A es el miedo, sin edad ni género y con las uñas largas. Ya en el vagón veíamos como los soldados alemanes respondían a las súplicas con la culata de sus fusiles. El sonido que emitió el portón al cerrarlo me atormenta cada mañana y siempre a la misma hora, la de abrir los ojos. El tren emprendió la marcha.

***

Al adelantarse la primera etapa de su vida todas las demás se habían visto obligadas a seguir el mismo camino. Aunque lo sena y se negaba a reconocerlo, había envejecido prematuramente sin apenas darse cuenta de ello. En grandes o en pequeños detalles. Por grandes, tenía unas manos robustas y trabajadas pero si se dejaba crecer las uñas sus manos adelgazaban sobremanera quedándose débiles y esqueléticas como si las propias as absorbieran todo el esplendor de los años y con ello la vida. Después, se las recortaba y volvían a su condición anterior pero, no por eso se tranquilizaba, todo lo contrario, se dejaba atrapar, aún más, por el desaliño y la apaa llegando incluso a pasar semanas sin adecentarse. Por pequeños: cada día le costaba más trabajo subir y bajar las escaleras y aunque tenía dispuesto un catre en la parte baja de la casa, se resisa a abandonar el dormitorio que había compartido con su esposa. La razón por la que no lo hacía era tan sencilla como vaga y a veces, cuando ya estaba bajo las sábanas y su vetusto corazón, que laa con la misma indiferencia con la que su portador vivía, le preguntaba por qué demonios no se desplomaba en el cuarto de abajo, lo tranquilizaba argumentando que a su edad cualquier esfuerzo improcedente no era una muestra pueril de superación o reconocimiento propio sino que se trataba de la jodida y traicionera costumbre de creer que el tiempo no pasa. Y siempre, al bajar el último peldaño, como un quebranto inversamente proporcional, subían a su cabeza las agudas y detonantes palpitaciones del corazón y un calor angustioso recorría la miseria de su cuerpo en busca de un aliento que había perdido hace muchos años.

Por otro lado, la soledad y el haso le habían llevado a componer en los espacios vacíos que existen entre segundo y segundo acciones subordinadas que ocuparan la tragicomedia del día. De un tiempo a esta parte tenía la manía de atravesar el pasillo tamborileando con los nudillos la pared enmaderada en busca de esos insignificantes sonidos que se pierden a través del tiempo y que transforman la oquedad de una casa en la calidez de un hogar, transportándolo a otras mañanas en las que esos mismos sonidos que ahora necesitaba forzosamente escuchar quedaban ocultos tras el ajetreo ordinario. O la extravagancia, esta venía de lejos, de andar descalzo por la casa, es verdad que estaba  toda  alfombrada,  para  sentiel  frío  en  los  pies  recuperala  sensación vertiginosa del transcurrir de la sangre por las venas.
Y es que resulta que el tiempo pasa y demasiados años con la misma carga ya cansan. Y uno se abandona y no se reconoce delante del espejo y se desacostumbra y donde antes sonreías ahora bostezas y te sobresale un bosque de pelos de las narices y tus orejas se descuelgan como dos sábanas roídas pendientes de un tendedero oxidado y los latidos se aburren hasta el punto de olvidar su rutina y no saber hacer una cosa pensando en otra. Y te molesta la alegría de los pájaros y deseas que llueva y se jodan los domingos en el campo, si no sales tú que no salga nadie. Y así, hasta los huevos de la prosa, transcurre la vida cuando a uno lo le queda esperar.
  -Bueno, no es lo mejor que has escrito, la verdad.
  -Qué sabs tú- Ands se levantó las gafas y descansó los ojos. Últimamente se le cansaban a las pocas neas de emprender la marcha.
  -Tal vez deberías politizarlo más.
  -Se me da mal escribir las letras que no se leen. Además, las culpas no prescriben.
  -Pero mueren.
Ands que un minuto mirando fijamente a su hermano. Después transportó su cuaderno y la taza de caldo hasta la mesa camilla. Alimentó con un pequeño tronco la nostalgia, que ardía en el hogar envuelta en una llama azul y hermosa, y se sentó en la banca. Abrió su reloj de bolsillo sin cadena, una parte marcaba el mediodía y la otra su pasado. A cada sorbito que daba a la taza de caldo recordaba a su mujer. Había dejado la ciudad para dar clases en un pequeño pueblo de la llanura castellana. Echaba de menos la diversidad de la capital y en aquel pueblo de costumbres y silencio, lo único interesante, aparte de las clases, era Inmaculada, la hija del carnicero. Nunca supo si lo que sena por ella era necesario para casarse y la única vez que se lo preguntó, se respondió a mismo que, si el roce hacía el cariño lo probable es que el cariño diera paso al amor. Nunca pudo demostrar la teoría. Se ca con ella al año de llegar al pueblo y tres más tarde la enterraba.
  -Pues se va a quedar así.- Ands pa la página y después de un ligero pensamiento, comenzó a escribir.
***

El preludio del infierno bien podía ser aquel vagón. Hacinados bloques de hielo que se equilibraban entre susurrando plegarias. Los viejos miraban a través de las rendijas y se aventuraban a descifrar nuestra ruta. Unas esperanzadoras otras apocapticas, todo dependía del estado anímico del que miraba y si lo hacía por un lado del vagón o por el otro. Las mujeres, que de siempre han sido más valientes que los hombres, -afrontan los problemas conforme surgen, sin preguntarse si los merecen o si es justo o no, lo los aceptan, si pueden los solucionan y si no, contian hacía delante sin vacilar. Mirar atrás es un tropiezo seguro- unas de pie, aguantando la dignidad, otras sentadas, tranquilizando a sus hijos o a las ancianas que entre plegarias lo daban todo por perdido.
Los hombres más jóvenes trazaban en eaire planes para poder salir de aquellos vagones e incluso golpeaban con sus propias manos las maderas que encontraban en peor estado por si la suerte se giraba y descubría algún agujero.
Madre, recostada sobre la madera podrida, acariciaba resignada el cabello de mi hermano y yo, ajeno a mi propia pesadilla pensaba en una frase que Padre, en paz descanse, al poco de comenzar la guerra en España repea una y otra vez: El hombre es un lobo para el hombre.
El ser humano es capaz de adaptarse a las situaciones más extremas. A los dos días de viaje el olor a sudor, a orín y a heces ya era soportable. El traqueteo del tren era una nana lejana que mecía nuestros sueños y en la oscuridad intermitente del vagón ya se distinguía entre el negro y el gris.
***

Después de dos golpes secos y timoratos, la puerta se entreabrió y asomó la cabeza de María.
  -Disculpe, señor Ands. Su hija está al teléfono.               

Ands soltó el cuaderno sobre la banca y sin decir nada, salió del despacho. Cuando un cuaderno o un libro quedan abiertos sobre cualquier superficie plana parece que sus páginas adquieran vida propia y se gusten a mismas. Es por eso que abren y cierran sus hojas como las alas de una paloma en vuelo en función del pasaje que más le guste repasar. El cuaderno de tapas negras de Ands disfrutaba de esa vida en semi-soledad y sus hojas, en mitad del baile, no se ponían de acuerdo en cuál era la frase o el párrafo más adecuado para disfrutar en ese breve espacio de libertad. Tal vez ayudado por una corriente de aire que pasaba a través de la puerta o una mano fantasmal que quería recordar un pasado mejor y más vivo, las hojas decidieron posarse en una de las primeras páginas de aquel cuaderno que prácticamente, salvo por unas líneas, estaba en blanco:

                                               Tu ausencia es eco vivo
                                               En un corazón diáfano
                                               Que su polvo es revejido
                                               De tan lejos, tan temprano.
                                               Mi dolor te grita y grita y grita
                                               Y el recuerdo que lo embarga
                                               Es una pequeña tirita
                                               Para una vida tan larga.


Ands entró en el despacho limpiando los vidrios de sus gafas con la falda de su camisa.
  -¿Qué?
  -Vendrán el fin de semana, ella y los niños, su marido tiene que trabajar.- Ands se sentó delante del escritorio y arrellanándose en el sillón, contempló con una mirada llena de resignación y nostalgia la cronología fotográfica de su hija y sus nietos.- Cada vez que hablo con ella la noto más triste.
  -¿Por qué no le pides que se quede aquí una temporada?
  -Ya lo hice y siempre responde lo mismo: para las vacaciones de verano. Luego siempre surge cualquier excusa y a queda todo, sin más explicaciones, como si fuéramos dos extraños. A este paso tendré que imaginarme cómo evoluciona la cara de mis nietos.
  -Tal vez si fueras menos cascarrabias.
Ands conocía a la perfección la cara de su hermano de tantas miradas que le clavaba.
  -¿Crees que se va a divorciar?
  -Estoy convencido. Y no sabe mo decírmelo. Y tampoco que no hace falta que me lo diga Los niños serían más felices viviendo aquí Y ella.
  -Y tú.

María apareció acomodándose el cabello atrapado bajo el abrigo, que ya llevaba puesto.
  -Bueno…
  -¿Has podido hablar con ella?- Andrés se recompuso sobre el sillón.
  -. Me ha dicho que vendrá el fin de semana con los niños y poco más.
  -Seguro que te ha contado más que a .
  -No, no se creaHablamos del pueblo y cosas así sin importancia.- María bajó la mirada.- Tiene la comida preparada en la cocina, no deje que se le enfríe.
  -Muy bien.- Ands se levantó del sillón y acompañando a María hacia el pasillo le agradeció de nuevo el regalo que le había hecho. A lo lejos se escucharon las despedidas que, aunque profundas, sólo tenían validez hasta el día siguiente.


Amanecía la tarde y el despacho quedaba sumido bajo la tibia languidez de las sombras y sus paredes mutaban lentamente de color, del azul cielo a verde oscuro tirando a negro. Ands entró hurgándose los dientes con un palillo y, alimentado él, hizo lo mismo con el hogar añadiendo otro madero a la nostalgia. Cogió su cuaderno que permanecía abierto sobre la banca y se acomodó en el sillón delante del escritorio, ladndose para que la poca luz que entraba por la ventana le iluminara.

***
Juan y yo, acurrucados en una esquina del vagón intentábamos dormir; lo yo lo conseguía y nunca he entendido por qué. ¿Cómo fui capaz de conciliar el sueño bajo aquellas circunstancias? Es vergonzoso.
A Juan nunca le asustaron los espacios cerrados pero aquel vagón… En aquel maldito vagón no cabían la integridad, el carácter o la personalidad. En aquel maldito vagón todo eso quedaba anulado, extinguido como una cultura ancestral o un idioma proscrito, destrozando por completo cualquier condición síquica preconcebida y germinando en el alma temores desconocidos que durarían toda la vida. Con el borde de sus zapatos golpeaba las tablas de madera de igual forma que un reloj desquicia marcando los segundos de un tiempo que no avanza.
Se entremezclaban los abrigos, las carnes, los alientos. Y Madre, que había quedado algo alejada de nosotros aunque sus manos, estirando los brazos, alcanzaban mis pies, me advera susurrando que calmara a mi hermano:
  -Haz callar a tu hermano o despertará a todo el vagón.          

            A los tres días de viaje, con hambre, sed y sin aire fresco que respirar los animales que aún quedaban en pie se transformaban en meras figuras de porcelana que apenas podían respirar. Los géneros se confundían y la humanidad se había convertido en un recuerdo borroso o un sueño infantil. El tren tan lo había parado un par de veces, en mitad de algún bosque o llanura y siempre por un breve espacio de tiempo. Ya nadie oteaba el exterior, ni les importaba la dirección o el sentido de la marcha... ¡El sentido!.. Nadie hablaba. Ni un susurro, ni un lamento, ni una plegaria a la que agarrarse o una esperanza en mitad del trayecto. Nada. Silencio.
  -Ya, ya. Para Juan, vas a despertar a todo a la gente.
  -Quiero irme a casa, Ands. Quiero irme a casa.
  -Lo sé, Juan. Yo también. Pero aún falta un poco para llegar.- Los dos nos incorporamos y, sentados con las piernas entrecruzadas, veíamos a través de las rendijas del vagón algunaestrellas  en  el  horizontjusto  por  encima  de  una  hilera  de  pinos.-Ahora duérmete y verás como cuando despiertes ya hemos llegado.- Desde que saliéramos de España siempre y para tranquilizarlo le engañaba con el mismo cuento: nos vamos a vivir otra casa, donde seremos más felices y nadie nos lanzará piedras. Él asena y sonreía, como si no me escuchara.
  -Mira, un río. ¿Será el mismo río que había en el campo?- A lo lejos, la luna caía sobre una balsa de agua, que Juan confundió con un río, descubriendo pequeños destellos plateados que alteraban la oscuridad.

Ati a sacar un dedo por una rendija y al contemplar lo delgado que estaba, casi descarnado, noté un crujido, un trueno en mi interior. Saqué mi dedo por la rendija lo para sentir el roce entrañable de su piel.
  -Mira. Dame tus manos.- Cogí sus manos heladas y toda la superficie de mi cuerpo se  estremeció.- Abre bien los dedos.
En todo el trayecto no se había quejado. Ni del hambre, ni del frío, ni del olor. Nada. Sólo quería salir de aquel vagón y volver a casa.
  -Escucha. Atento. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie-, -te, ocho y nueve… ¿Ves como tienes nueve dedos?- Él miraba sus manos y las as pero no veía; no estaba allí.- Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie-, -te, ocho y nueve Nueve dedos. Ahora, hazlo tú. Venga.
  -, Andrés, sí. Uno, dos, tres, cuatro, cin…
  -Co, seis, sie-, -te, ocho y nueve.- Me miró a los ojos y sonrió. Apreté sus manos entre las as y juntamos nuestras cabezas de frente de modo que podía contemplar a centímetros de distancia lo cruel que puede ser la vida algunas veces. Se me humedecieron los ojos pero ya no me quedaba nada con que llorar.
En la noche del cuarto día el tren aminoró la marcha y alguien alertó de que llegábamos a una estación. Todo el mundo en aquel vagón se puso en pie e inconscientemente comenzaron a adecentar su aspecto. Jamás he olvidado el absurdo instante en el que Madre nos pei con los dedos de su mano empapados en su propia saliva. El tren paró. Aquello parecía una brica a medio construir o algo similar. Por la rendija veíamos a soldados alemanes gritando y empujando a unos hombres que iban vestidos con pantalones y camisas a rayas. Nos entró el pánico y todos reculamos alejándonos de la frontera de madera que nos separaba del horror. El portón se abrió. La luz de los focos no dejaba ver que teníamos delante aún así, y sin entender lo que los soldados gritaban, todo el mundo bajó en silencio.
Quince vagones… y el ganado, cabeza gacha, bajando de ellos. Dos soldados al pie de la rampa se  encargaban de  separar  a  los  hombres de  las  mujeres.  Familias  enteras,  Padres, Madres,  Abuelos,  Nietas…  Empezaron  los  gritos,  los  llantos  la  confusión.  Los hombres que vesan los uniformes a rayas traducían en un mal español lo que gritaban los soldados. Algunos niños eran arrancados de los brazos de sus madres obligándoles a formar una fila. Menos de diez, decidle que tenéis menos de diez años, repea uno de los hombres con el traje de rayas, cuando os pregunte, decidle que tenéis nueve años.
Apenas fueron unos minutos. Separados todos los hombres a una distancia del tren, obligaron a sus mujeres, sus madres y sus hijas, a subir de nuevo al vagón. El soldado alemán se dirigió hacia los niños que cómicamente intentábamos formar una fila y el hombre del traje a rayas, desde lejos, repea con toda la rapidez de la que era capaz y sin apenas tomar aliento la misma frase: decid que tenéis nueve, decid que tenéis nueve. Yo era el primero de la fila y cuando el soldado se dirigió a mí golpndome en el pecho con la culata del fusil me quedé petrificado y sentí un intenso calor bajando por mis piernas. ¡¿Wie alt!? Decía el soldado. ¡¿Wie alt!? Y el hombre del traje a rayas: dile tus años, dile tus años. Al tercer o cuarto culatazo acerté a decir entrecortado, nueve. Y el hombre del traje a rayas gritaba: con los dedos, niño, con los dedos. No recuerdo muy bien como logré sacar el valor suficiente, yo que me creía mucho más maduro que los niños de mi quinta, yo que desde la muerte de Padre, en paz descanse, me había convertido en el cabeza de familia pero logré levantar, más por el frío que por el miedo o la lucidez, ocho dedos. Un instante después, fruto de un culatazo, caí en mitad de un charco. Sube al tren, pido, sube al tren, me gritaba el hombre del traje a rayas. Y arrastrándome llegué hasta el pie de la rampa. No si empezó a llover o ya estaba presente durante toda la escena pero en ese instante levanté la cabeza muy despacio y un escalofrío atrave mi cuerpo al ver a Madre, desde el vagón, clamando lo que ocurría a mi espalda: el soldado alemán golpeaba a mi Juan con la culata del fusil.
Y Juan decía: nueve. Y repea: nueve. Pero el soldado alemán no lo entendía. Y volvió a repetir: nueve. Y el soldado alemán lo empujaba con la culata del fusil: ¡¿wie alt?! ¡¿Wie alt?! Y el hombre del traje a rayas le gritaba: ¡señálaselo con los dedos, con los dedos!
Y ese tiempo, que es más listo que una rata, se detuvo, para que jamás olvidara ni uno lo de sus segundos. Me temí lo peor. Lo vi claro, tan claro como la luz del día que añobamos. Sabía lo que iba a suceder y negué con la cabeza y negcon la boca y con los ojos y con el alma. Y Juan no dejaba de mirarme, asustado. Y yo no dejaba de negar. Y Madre, con la garganta ensangrentada, no dejaba de gritar y llorar y le arrancaban el abrigo y la piel las mujeres que sujetaban su desesperación dentro del vagón. Y el soldado lo empujaba con ira: ¡¿wie alt?! ¡¿Wie alt?! Y el hombre del traje a rayas le gritaba: ¡dile tu edad niño del demonio, díselo con los dedos o nos matará a todos, condenado! Pero Juan no entendía nada. No entendía por qué yo negaba con la cabeza y con la boca. No entendía por qué a Madre no le dejaban llegar hasta él y abrazarlo. No entendía lo que el soldado alemán le gritaba y desde luego tampoco entendía por qué aquel hombre vestido con un traje sucio y a rayas negras y blancas le llamaba tonto. Y ahí, justo ahí mi memoria se volvió de piedra: se ori en los pantalones, levantó los brazos con las manos bien abiertas, enseñando sus diez esqueléticos dedos, y humillando su cabeza repitió: nueve.
A todos esos niños de diez años y los que ellos creían por la estatura que eran más hombre que niños los juntaron con el grupo que formaban nuestros hombres, como soldados voluntarios, cerca de unos barracones. A las mujeres y a los niños que tuvimos más suerte, o lo que fuera, nos devolvieron al tren que emprendió de nuevo la marcha, enmudecida por un clamor de llantos y gritos, sin rumbo fijo. Pero esa historia está en otro cuaderno.
Aquella fue la última vez que vi a mi hermano. A través de una rendija del vagón, de pie, bajo la lluvia, entre sus compatriotas, niños y mayores que lo abrazaban y consolaban con una palmada en la espalda. Con sus zapatos embarrados y los cordones sin atar, sus pantaloncitos cortos que le dejaban al aire unas piernas delgaduchas y pálidas. Envuelto en un abrigo que le regaló un vecino muy bueno cuando vivíamos en España y una mirada incrédula que alternaba entre sus manos, abiertas y apoyadas en el abdomen, y el tren que se alejaba del campo de concentración.
A veces, repasando los recuerdos, me he preguntado porque no tuve el valor de quedarme con él, de saltar del vagón y compartir el destino de mi hermano. Me he preguntado si tal vez fue consciente de lo que nos ocurrió. Si toda la culpa fue a o por el contrario, con aquella mirada, tan tierna, inocente y resignada, me decía que aceptaba cualquier otro destino que no fuera volver a subir a aquel maldito tren y vagar por el mundo huyendo de algo que no comprendíamos. O si no entendió mis negaciones: ¿no, a qué? No enseñes los dedos, no le digas la verdad, no recuerdes el estúpido juego ¿no, a qué?
Jamás supimos nada de él. Madre sobrevivió muchos años con la esperanza de verlo aparecer por el camino de tierra que llevaba a nuestra casa en el único pueblo español donde no nos juzgaron al llegar. Envió miles de cartas y rezó y rogó hasta que se le descarnaron las manos y las rodillas. Pero nada.
Y yo…
Yo respiro a tientas dentro de estas cuatro paredes azules donde cada día es un suplicio. Donde la amargura y la culpabilidad de haber sobrevivido a mi  hermano mellizo todos estos años me impide salir al exterior. Como si esta habitación, donde se iluminaron las tinieblas al apagarse las luces, fuera mi penitencia, mi eterno vagón de mercancías.


***


Ands levantó el lápiz y la mirada del cuaderno y sintió el frío de la soledad en los dedos de los pies. Ya nadie exisa a su alrededor. Apretó los dientes con fuerza y una lágrima furtiva y rabiosa le cayó del ojo izquierdo. Se levantó lanzando bruscamente el sillón hacia ats, cogió el cuaderno y lo arrojó al hogar donde languidecían los últimos resquicios de la puta nostalgia.
En el umbral de la puerta se esforzó por decir algo, una palabra, una disculpa, una felicitación… no encontró nada que no le hubiera dicho ya mil veces. Salió dejando ats sus fantasmas y las alas del cuervo que oscurecían la habitación, recorrió el pasillo sin rozar siquiera las paredes asqueado de esos sonidos que ahora se le atragantaban repugnantemente en la garganta. Al llegar al pie de la escalera miró hacia arriba y en su pendiente infinita dejó salir, más que un suspiro, una bocanada de aliento tedioso que hizo temblar sus labios y su memoria. Recor el único motivo que tenía para subir las escaleras y retrocedió sobre sus pasos pensando que, a más edad tiene uno menos motivos encuentra para seguir arrastndose. Entró de nuevo en el despacho, se tumbó en la banca y allí, consciente de que a la mañana siguiente María protestaría al verlo tumbado sin ni siquiera una manta  que lo  protegiera del  frío, encontró las  únicas palabras que tenían sentido en ese momento: A la mierda todo.