TODOS SOÑAMOS
con bailar acompañados (mini sueño)
Éramos jóvenes. Todos los sábados
después de la cena y la obligada visita a los pubs de la zona acabábamos en la
discoteca de turno. Aquella noche y mi anécdota secreta no la olvidaré mientras
tenga memoria.
Os cuento:
No nos gustaba mucho bailar, más bien
éramos de barra pero para poder tener una visión objetiva y general de las
muchachas que se aglomeraban en el centro de la pista un amigo (el Flaco,
fuerte y hermoso, de los no necesitaba decir una palabra para ligar,
afortunadamente) y yo, nos subíamos a lo que en su día se llamaba pódium
(desconozco si tal denominación continuará en vigor). Cerveza en mano y subidos
a la atalaya discotequera la panorámica era excelente y para disimular nuestro
propósito movíamos lateralmente y muy leve el cuerpo.
Esa noche pude ver, al otro lado de la
pista, la rubia más esplendorosa y bella que jamás veré. Y para colmo me miraba
desde la distancia. En un momento dado decidió dejar su copa en una barra
cercana y se encaminó hacia mí. Temblé. Al Flaco no le dije nada (capaz era de
joderme la ilusión y decir que lo miraba a él). Apenas nos separaban veinte
metros pero con la cantidad de gente que había entre nosotros junto con la
ilusión que yo tenía parecían kilómetros. No dejaba de mirarme, le daba igual
si los muchachos con los que tropezaba se le quedaban mirando lascivamente, le
daba igual que le pisaran los pies o que la empujaran, sus ojos (creo que ni
parpadeaban) no apartaban su mirada de mí. A mí me faltaban rodillas, me
faltaban bolsillos, me faltaba cerveza, me sobraba sudor. Apenas me quedaba
dinero pero seguro que el Gordo, que estaba por abajo danzando de flor en flor
sin ningún éxito, me prestaría dinero. Bueno, seguro que cuando la vieran eran
capaces de entre todos pagarme una habitación de hotel. Seguía su camino. Yo ya
tenía la boca abierta y el Flaco, a mi lado, no dejaba de moverse estúpidamente
y de empujarme, ni se había dado cuenta de que uno de sus mejores amigos había
encontrado el amor. Lo que es capaz uno de inventarse en lo que dura apenas una
canción. Desayunaríamos en la cafetería de la esquina. La acompañaría a su
casa. No dejaba de mirarme. Quedaríamos para la noche. Y se acercaba…y se
acercaba. Cena, cine. Nos besaríamos. Iríamos a mi casa…un día y otro y otro y
así hasta que no hiciera falta que fuéramos a mi casa porque ya viviríamos
allí. Rodeó el pódium. Mi corazón me latía en los tobillos. Me agarró del camal
del pantalón. Yo me repetía mi nombre para que no se me olvidara y me agaché
muy servicial. Ella, con una voz con la que me despierto cada domingo entre el
cantor de los pajarillos y el chirriar de la madera soleada, me susurró:
-Te puedes bajar, me gustaría bailar con
él (lo que yo decía, el muy cabrón no necesita decir ni una palabra para
ligar).
Con la misma resignación con la que un
perrito agacha la cabeza sin entender una puta palabra de lo que le grita su
amo, me bajé del pódium. El Gordo estuvo toda la noche invitándome a cerveza.
Agarré la mayor melopea de mi vida y esto lo cuento porque a mí me lo contaron
que yo, y más con los años, recordaba nada (o no quería).
TODOS SOÑAMOS
que todo sale como soñamos y con hacer deporte (mini sueño)
Yo le preguntaré si el asiento está
ocupado. Ella responderá, ahora sí. Nos presentaremos. ¿Qué tal? Yo, Hugo.
Bien, yo, Diana. Magnífica mañana. Perfecta. Ella, camarera. Yo, cocinero.
Ella, sacará tijeras. Yo, sacaré papel. Ella, sacará piedra. Yo, corazón. Y
así, el resto de nuestra vida.
Tengo que dejar
de soñar nuestras conversaciones una vez despierto o llegaré tarde al trabajo y
acabaré en la calle (peor el remedio que la enfermedad).
Además, ¿y si la conversación no camina
por donde yo soñé y acabamos hablando del programa de televisión de turno? ¿Y si ella no responde lo que yo soñé que
respondía y es una borde y descarada? No lo creo, la verdad. Tengo miedo;
resulta que no soy un tipo muy espabilado ni perspicaz y en esos casos se me nublaría la mente, se
aflojarían las rodillas y la cagaría al decir alguna estupidez intentando dar
un giro bienintencionado para encaminar de nuevo la conversación hacia la que
yo soñé. Estoy seguro de fracasar estrepitosamente. Mira, mejor lo dejamos para
el jueves total, seis meses intentando decirle dos palabras más o menos íntimas
pero sin incomodarla, nada pasa por dos días más. ¿Qué son dos días? Si
estuviera en mi lecho de muerte aún, pero no es el caso, al menos que yo sepa
(mañana me cito con el médico).
El autobús, muy de sus costumbres y
tradiciones, llegaba retrasado. Comprobé que ella estaba sentada donde siempre
se sentaba. Subí y como un experto cazador del amazonas me fui acercando poco a
poco hasta ella. Ella ni veía ni sentía, no veía al viejito (algo verdoso) que
se le sentaba a su lado rozándola delicadamente con la garrota, ni a la señora
que en algún descuido en su dieta se había tragado una mesa camilla y que no
hablaba, gritaba. Ni siquiera me veía a mí (¡a mí! Que estaba enamorado de ella
desde hacía seis meses). Ella sólo tenía ojos para el mundo exterior. Ella y su
ventanilla (¡Dios! ¡Cómo anhelan los peces de pecera el mar!).
Bajó en Granados, como todos los martes
y jueves. Yo, dos paradas después, como todos los días.
Llegó el jueves. Soñé la misma
conversación (con algunos matices pero el mismo fin). Las mismas inseguridades.
Se me ocurrió, vaya usted a saber por qué, que si no lo hacía ese día no lo
haría jamás y en consecuencia tomé la peor de las decisiones posibles. Agarré
la botella de whisky y me puse un chupito, luego dos, tres, cuatro y paré en el
quinto.
El autobús llegó en su costumbre. Comprobé,
sin vergüenza alguna, que estaba sentada en el asiento en el que siempre se
sentaba. Estaba. Subí. Con aspavientos y sin contemplaciones fui sorteando al
personal que entorpecía mi camino hasta ella como quien ahuyenta las moscas de
su comida. Me senté a su lado. En ese momento y, creo yo, que por un giro
brusco del autobús o algo que me sentaría mal en la cena, sentí un traspiés en
el estómago con tan mala suerte que en una arcada involuntaria le estuqué su
precioso vestido con lo que yo sabía que era un filete de pechuga rebozada, ensalada
de pepino y tomate y cinco chupitos de whisky. Todo el autobús se escandalizó.
Ella saltó del asiento perjurando en élfico. Yo me limpie la boca con la manga
de mi mejor chaqueta y le solté, con una sonrisa sebosa, la siguiente frase:
estás más rica que la mousse de chocolate (valiente gilipollas). El señor de la
garrota advirtió que yo estaba borracho (alguien más joven lo hubiese intuido
al verme subir tambaleándome al autobús) y atinaba, muy diestro para su edad, a
romperme la garrota en la espalda. La señora de la mesa camilla increpó al
conductor por dejar subir al autobús público a un borrachuzo como yo, éste ante
las quejas del pasaje me echó del vehículo con lo cual, llegué tarde al trabajo
de donde también, al comprobar mi estado, me largaron. Desde entonces, no tomo
alcohol y busco trabajo en bicicleta. A ella, afortunadamente, no la vi más.
TODOS SOÑAMOS
con no ser nunca el otro (mini sueño)
La encontré en
la esquina, cruce de Granados con Galerías, apoyaba su mano contra la pared llena
de carteles de obras y conciertos atrasados y recolocaba, sin perder el
equilibrio, sus zapatos. Parecían nuevos. Vestía sofisticada. Con fulgor
excesivo brillaba su vestido rojo y los transeúntes que iban y venían de sus
recados matutinos perdían la vista y el control de sus pasos en sus indulgentes
caderas.
Agoté el cigarro
y sin darme cuenta me vi en la infantil idea de seguirla. Se notaba que no
tenía prisa, como si fuera enteramente feliz a sabiendas de que el destino
soñado la estaba esperando sin ninguna de las urgencias intrínsecas del ser
humano latiendo sobre la angustia del tiempo que se escapa(¡vamos, lo que se
dice feliz! Digo yo). Caminaba retraída, desnutriendo el espacio y cruzando las
zancadas saltando las baldosas de dos en dos.
Era hermosa. ¿Cómo
te diría? Como cuando una ráfaga de viento entra arrasando en una habitación olvidada
y triste y todo alrededor mejora, rejuvenece, ¿sabes? Embellecía las formas inertes
de la avenida y con su reflejo en los escaparates de las tiendas de alta
costura insinuaba un brillo vital en los ojos de los maniquíes. ¡Sí, hombre, de
ese tipo de belleza que ni tú ni yo veremos de cerca!
Se detuvo a la
altura del número cincuenta de Galerías. Enseguida el portero muy reverencioso
él, salió del portal, cogió sus bolsas de la compra textil y mantuvo la puerta
abierta para que la señora no tocara con sus frágiles manos el brillante pero
vilipendiado pasamanos de la puerta. Ella, antes de entrar, miró hacia atrás
como la actriz protagonista de la obra teatral más aplaudida por público y
crítica que antes de abandonar la escena se gira para comprobar que todo, hasta
la más ínfima de las motas de polvo, deja huella. Yo estaba al otro lado de la
calle. No me vio. Yo sí vi como el servicial portero llamaba al elevador y con
un suspiro la mandaba directita al cielo (al tercer piso).
Yo, muy ligero,
aproveché la anulación mental del portero para entrar y subir corriendo las
escaleras, llegar al tercer piso a tiempo de verla entrar en su apartamento y
colarme dentro antes de que la puerta se cerrara.
Era una vivienda
sencilla a la par que compleja, algo así como la estética de la propia dama que
acaba de entrar. No tenía mal gusto; me fijé detenidamente y casi todo estaba
en el lugar en el que yo mismo lo hubiese colocado de ser su inquilino. El
pasillo era escueto y frío (como debe ser un pasillo y no tener que atravesarlo
de costado para no derribar felinos siameses de porcelana) y en él abandonó los
zapatos y con un equilibrio admirable, las medias. El salón, ardiente y
conmovido, incitaba a andar descalzo por sus alfombras que seguro no eran de
Persia, estanterías de escayola con más figuras que libros, dos sofás enfrentados
y ni rastro del televisor (¡bravo!). Ella permitió a su blusa, con un encanto
desmedido (en ese momento sospeché que me había visto), resbalar por su cuerpo
y caer sedosamente sobre la alfombra. Más allá, en el umbral de la otra puerta
por la que uno podía escapar del salón, cayó a plomo la falda.
Su dormitorio
era una estancia para morir cada noche y renacer cada mañana. Divino. No era de
éste siglo. Abrumador. Y su lencería ¡ah, su lencería! de ensueño (quise
arráncame los ojos de la satisfacción). Se acercó a la cama, liberó el
sujetador y se dejó caer sublime sobre mi cama donde recogió sus pechos uno que
ya no era yo. Debí haberme arrancado los ojos hace un par de líneas… días...
años…(y el corazón).