MI PADRE
Es un Domingo claro, que
no despejado, con un sol tímido que juega
al
escondite con las nubes y unas nubes demasiado jóvenes para
saber que es el respeto a los mayores. Recuerdo la última vez que vine
al
cementerio, parece el mismo día, pero
no lo es.
Es curioso
como al entrar en este santuario
los
sonidos estridentes se dispersan, desaparecen como un eco que se
aleja, permitiendo el paso en mis oídos al murmullo
suave de los pajarillos que silban al compás del oleaje sincrónico
de los cipreses.
Siguiendo
la batuta del viento recitan sus cantos ante un público atento
que no entusiasta, sereno involuntariamente.
Tu lápida la recuerdo
de un tono grisáceo, un poco más oscura que el día. De mármol, imitando la piedra natural. Son todas iguales o casi todas. Es difícil, después
de tanto tiempo, saber dónde estás, papa.
Es una ciudad. Estoy en medio de estas avenidas, perdido, con cientos
de lápidas apostadas a los lados aparcadas como coches en un parking. ¿Dónde estás, papa?
Las fotografías van y vienen, chocan contra mí como transeúntes con
prisa. Caras
que trabajaban, que jugaban, que soñaban. Es como adentrarse en la oscuridad poco a poco y sentirse vulnerable ante cualquier susurro. Bombardean mis ojos con nombres, con fechas, con recuerdos,
con
no te olvidaremos, con frases espirituales y místicas. Es una tormenta de estrellas fugaces que atraviesa mis pupilas y llega a mi mente como sonidos
hirientes que no podré olvidar, al menos hasta mañana. Cierro los ojos. ¿Cuál
es
la tuya, papa? ¿Dónde está tu rostro?
En mi propia oscuridad pienso mejor, recuerdo mejor. Ha cesado el tráfico de
almas, de tumbas. Apretando los párpados me defiendo de una batalla que de ante mano
tengo ganada y te busco. Ahí está, entre miles de puntos blancos aparece nítidamente la
puerta de tu morada, viene hacia mí, abriéndose
paso entre tantas luces, entre tanta gente. En este
universo oscuro de lamentos
y epitafios un hijo reconoce la voz
firme de su padre.
Ahora te veo, vivo y claro. Ojalá pudiera calentar con éste beso tu rostro dulce y sonriente.
¿Te acuerdas
de esta foto? Sé que te acuerdas.
Siempre te gusto
esta fotografía.
Ya supiste, nada más verla, que se la regalarías a la muerte.
Te mueres de frío, papa. Estás helado. ¿Es tu lápida la prolongación de tu cuerpo?
Fría como se torna
la
mañana. Fría como el hielo. Tan fría, tan fría, que arde. Tan
sólo
permanece cálido
mi corazón, que intenta desesperadamente luchar contra un
escalofrío que poco a poco le va comiendo terreno.
Las flores son para ti. Gratos recuerdos estos aromas. Son del patio trasero de
nuestra casa. Pero eso ya lo sabes. Aromas donde tú naciste. Rosales donde yo me críe.
Qué extraño, ¿verdad? En vida jamás te regalé flores pero, ¿qué hijo regala
flores a su padre? Supongo
que
ninguno. ¿Qué hijo le dice a su padre, te quiero? Son palabras que aunque no se digan se dan por sabidas, ¿no? ¿O sólo yo las di por supuestas? Ojala te hubiese dicho que te quería.
En fin, papa. Tus nietos están bien. Te echan de menos, a ti y a los
domingos de pesca. Y tu nuera, aunque te cueste creerlo, también.
Me dieron un regalo para ti. El pequeño
me
hizo prometer que te lo traería. Qué
curiosa la mente humana. Con tres años apenas recuerda algunas palabras nuevas
que le
enseño. Lo que me sorprende, es que tiene grabado a fuego en su memoria la vez que le enseñaste a jugar al dominó. Es muy bueno. El
mayor no puede con él y a mí me cuesta
bastante ganarle una partida. Hiciste un buen trabajo, papa.
Bueno, aquí te dejo tu regalo. Es una ficha del dominó. El
punto doble. Dice que sois tú y él sentados a una mesa el
día
que le enseñaste a jugar.
Tu foto sigue igual de fría o es que mis besos ya no calientan.
Adiós papa. Te quiero y siempre te quise, aunque no lo dijera.
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