miércoles, 20 de mayo de 2015

DE UN OLIVO SIN SOMBRA A UN FANTASMA CON DEMASIADA

Bajaba tristemente. Como una pluma a merced de un vals de Sibelius zigzagueaba por el camino erosionado en la ladera del monte que llega, una vez en el llano y siguiendo el curso del río, hasta las ruinas del monasterio. Daba pasos inciertos dejando un rastro deshilvanado de huellas bajo relieve y con la punta de sus zapatos, cegados de polvo, pateaba pequeñas piedras como si le estorbasen en su camino. La tarde llegaba a ese sublime momento en el cual el pasado languidece pero el futuro aún deslumbra. Se detuvo en la pendiente, soltó su maleta y sentado sobre una roca esperanzada y plana que sobresalía de la tierra se colocó la americana sobre los hombros, remangó perfectamente como un experto fabricante de aviones de papel las mangas de su camisa y sin levantar la vista del suelo encendió un cigarrillo, cogió la maleta y continuó bajando por el camino.
Apenas le quedaba rastro de juventud a sus treinta años y las sendas del mundo que había recorrido le otorgaban a sus sienes un aspecto terrizo y reseco y una sabiduría demasiado cargante para un molde tan pequeño. A la misma edad en la que los niños necesitan dejar la puerta entornada o una lámpara encendida para poder conciliar el sueño por las noches y protegerse así de sombras de nariz roja y hombres con saco, él dormía al raso en el interior de una de las jaulas de la noria infantil, robaba o mendigaba para comer y curaba, con su propia saliva, las heridas físicas y psíquicas que la vida a ras de suelo le infringía a su cuerpo. Tomó partido en la vida sin que nadie se hubiera molestado en explicarle las reglas o condiciones del juego. El libro sobre especificaciones y comportamientos del ser humano, lo empezó por el final.
Aquí, o aprendes a hostias o aprendes a hostias. Esa fue la máxima que condujo su vida y que aprendió de un titiritero con pata de palo para el que trabajaba en el circo. Suyas fueron todas las decisiones que tomó, suyas las consecuencias. Nunca quiso ataduras de ningún tipo y tampoco consintió opciones a tenerlas. Huyó de la condescendencia o la amistad y el amor se convirtió en un cigarrillo ocasional innecesario de consumir hasta la boquilla. Si el mundo le sonreía él desconfiaba y si lloraba, peor aún, huía del lugar borrando cualquier huella que pudiera quedar tras su paso, no fuera a ser que las lágrimas las derramaran por él.
El silencio. El silencio, que no le hace ascos a nadie, fue el único que aguantó con paciencia su amargura y le acompañó más allá de lo que cualquier mortal hubiese ido.
Volvía al lugar donde se crió los primeros años de su vida. No era su hogar, no tenía, nunca había tenido. Pero era el único sitio en el que había pasado el tiempo suficiente como para tener recuerdos. Y consumidos veinte años, ¿por qué no regresar?
Le gustaba vagar sin rumbo, sin determinación que lo guiara, por caminos indefinidos y contemplar con detalle el ridículo punto por el cual gira la vida y el mundo que le rodea. Al llegar al prado recostó su espalda sobre un solitario olivo, viejo y extrañamente siniestro, que se alzaba gigantesco a la vera del río. Era un olivo hueco, con la sombra herida mortalmente, sin alma ni corazón, ni cualquier otro órgano o fruto que lo identificara con otro ser de su misma especie. Un refugio natural y sempiterno donde cualquier niño, a primera vista, pudiera ver un castillo o un fortín en el que desarrollar las aventuras que promete su imaginación, con un portón delantero por el que entrar victorioso y una puerta trasera por la que huir hasta el río si el enemigo de turno conquistaba la fortaleza. Las ramas, vecinas desconfiadas en vísperas de un desahucio, huérfanas de orden natural, desvencijadas y nerviosas quedaban, como estandartes olvidados en una batalla, dispersas por el tronco, destruyendo así el conjunto áureo y con ello la estética divina.
Recostado sobre la única pared del tronco que parecía más resistente, cerró los ojos y dejó que la brisa del río refrescara las arrugas ennegrecidas de su frente.
            Las nubes protegían al sol como si una lanza apuntara directamente al lado izquierdo de su pecho y a lo lejos, el viento castigaba las alas de una paloma herida que se acercaba corriendo a un previsible final. Salió de donde habita la nada, al pie del muro lateral del monasterio. Vestía un jersey viejo y roído de color marrón oscuro y unos pantalones cortos del mismo color. Con una mano obligaba a caminar a una de sus piernas mientras con la otra se abría paso entre la maleza. Era un niño. Apenas se podía distinguir su rostro, alerta a su perseguidor y medio oculto por sus cabellos empapados en sudor. Atravesó el interior del olivo y ya, sin mirar atrás, se dispuso a cruzar el río por el tronco de pino que lo atravesaba de parte a parte. Cuando llevaba recorrido la mitad del tronco, resbaló, cayendo al agua. Arrastrado por la corriente intentaba inútilmente agarrarse a una mano imaginaria o a una rama casual, pero la corriente, fuerte y embravecida, no le daba tregua y giraba y giraba sobre sí mismo sin poder gobernar su voluntad. Aguas abajo, las palas de madera de la rueda del molino giraban provocando una corriente paralela que atraía cualquier vestigio inerte de la naturaleza que cayera al agua y rondara sus dominios. El muchacho, a merced de su destino, nada pudo hacer por evitarla y las palas atraparon su cuerpo sin ninguna piedad. 
*
El tiempo se revuelve cuando uno baja la guardia y los párpados. Y un recuerdo puede perdurar incluso más allá de nosotros mismos. No somos dueños de nuestra memoria y cada cual convive con ella como puede. Cuando discutía con su propio silencio y para distraer los pensamientos que le atormentaban en la cabeza silbaba, entrecortado por un nudo alojado en su garganta, canciones populares que recordaba de los pueblos por los que había pasado de cerca. Otras veces, simplemente, como las alas de una temerosa paloma, batía sus párpados tan rápido como era capaz.
Y de repente el atmosférico se había girado. Desdobló descuidadamente las mangas de su camisa y se enfundó la americana abrochando todos sus botones. Resbalaban por su frente pequeñas gotas de agua que no pudo distinguir si eran suyas, del río o del cielo. Caminó paralelo al río y al pasar junto a las ruinas del monasterio y del molino, se propuso no levantar la vista del camino y reprimir cualquier impulso morboso que le obligara a contemplarlas. Silbando al suelo, cruzó con una tímida victoria el puente de madera y girando a la derecha, siguió el camino en dirección al pueblo.
La elección de tomar el camino del monte había sido una temeridad. Él no se consideraba un hombre temerario ni siquiera valiente, tal vez y en ocasiones de mayor relevancia arrogante o descuidado pero no un valiente, un valiente no huye de su pasado durante veinte años. Es cierto que le gustaba ir contra corriente y poco o nada que le dijeran lo que podía o no podía hacer, pero eso se debía más a la amarga soledad en la que él mismo se sumergía que a la fortaleza de un carácter irascible. Sabía que aquella ruta lo devolvería a una época de su pasado que se había prometido olvidar o al menos no recordar constantemente, pero aún así lo había elegido en lugar de caminar por el arcén de la carretera, más peligroso y menos evocador. Ahora, en vano, se reprochaba haber tomado esa decisión. Como una muesca más en la amplitud de su frente, de nuevo una mala decisión se decía, y ya iban demasiadas.  
            El pueblo no había cambiado, tenía el mismo aspecto para quien lo ve todos los días y también para quien lo recordó con los ojos cerrados durante tantas noches. Pequeñas luciérnagas bajo toldos de metal violaban la oscuridad de la noche temprana. Algunos ancianos se resguardaban de la lluvia bajo la cornisa de los balcones y en la plaza, los niños sin hora, aguardaban impacientes el escampe para reanudar sus juegos de pelota. Los comercios se veían cerrados y el poco murmullo que destacaba por encima del de la tormenta provenía de los restaurantes que en aquellas horas comenzaban a llenarse.
Mitigaba el hambre con el tabaco pero de cuando en cuando su estómago veía con buenos ojos probar un plato con otros humos. Tras una mesa, arrinconada en una esquina entre la ventana y un mueble dispensario, con un cigarrillo en la mano y un vaso de whisky en la otra, valorando entre sus dientes si volverse por donde había venido o quedarse a pasar la noche, una comitiva de jóvenes embriagados y dispuestos a pasar un buen rato entró en el local. Serían unas diez personas entre chicos y chicas y directamente, después de un saludo amistoso al que parecía dueño del local, ocuparon una sala contigua a la que se accedía atravesando un arco de piedra embellecido con azulejos moriscos dispersados aleatoriamente a su alrededor.
A lo largo de los años la había visto crecer en sueños y la reconocería entre todas las mujeres. Ni la poderosa imaginación ni el deseo más profundo del solitario nefelibata la hubiese perfilado tan bella. Era más hermosa que un copo de nieve derritiéndose al sol. De piel blanca, tan blanca como una nube en mitad de un poderoso cielo azul. Su cabello dorado, espejo y envidia del astro rey, sencillo y liso como el horizonte de la esperanza, brillante y vivo como las aguas de un lago que bajo la luz de la luna cumple sus sueños diurnos de ser mar y deliciosamente caído sobre los hombros que su vestido dejaba desnudos. Puntiaguda y tímida de nariz y un cuarto de manzana los pómulos. Finísimas alas en vuelo las cejas y ligeramente inclinadas hacia el interior. Sus ojos, lágrimas tintadas de otoño, misteriosos como la ardiente boca de una chimenea en la noche, hipnotizaban cualquier mirada que osara enfrentarse a ellos. Y sus labios… ¡Ah! ¡Sus labios! Yo, que vivo en las nubes, moriría en la realidad por besar una sola vez la ficción de sus labios.
Apenas probó bocado. Sus ojos, cautivos de esa hipnosis, no dejaban de mirarla a través del arco de piedra; tanto es así que ella, sintiendo el frío de una mirada extraña recorrer su cuerpo, cubrió sus hombros con una chaqueta.
            El camarero retiró los restos de la cena y trajo un café y una copa de licor:
  -Disculpe el jaleo, caballero, pero celebramos una fiesta de cumpleaños…
  -Lo sé.
  -¡Ah! ¿Conoce usted a la señorita Paulette?
  -Somos viejos amigos.- Vertió el café en el interior de la copa de licor y después de removerlo con el dedo, lo bebió de un trago ante la asombrada mirada del camarero.- ¿Sabe dónde puedo alquilar una habitación?
  -Sí, señor. Al otro lado de la plaza hay una pensión. Es barata y cómoda. Además, pertenece al mismo dueño del restaurante, así que tiene servicio de habitaciones.
  -Ya. Hágame un favor.-Sacó del bolsillo de su chaqueta un pequeño paquete mal envuelto en fantasía.-Una vez me haya ido, entréguele este paquete a la señorita que cumple los años.
  -Sí, señor. Y ¿de parte de quién le digo que…?
  -De nadie. Usted haga lo que le digo.- Añadió un billete más a la suma de la cuenta y sin mirar la dirección, sus pasos se dirigieron hacia la puerta.- Y diga que me sirvan una botella de whisky en la habitación. 

*

La mirilla perforada en su tronco, era un puño a medio cerrar, era una ventana sin cristales a través de la cual se podía ver el mundo pero el mundo no podía verte a ti.
Sofocado y sin aliento apartó el ojo abierto de la mirilla. Los cabellos húmedos por el sudor que caía sin surco definido por su frente le nublaban la vista. Doblándose, apoyó las palmas de sus manos sobre las rodillas y respiro hondo, una y otra vez, una y otra vez. Cerró un par de veces los ojos intentando desalojar de su mirada una luz blanca, intensa, que se aproximaba a su mente a través de ellos; creyó marearse y levantó la cabeza pero ahora esa luz no se apartaba de su visión y allí donde mirara perduraba su brillo. Miró de nuevo por el agujero del tronco pero nada pudo ver deslumbrado el paisaje por el sol que brillaba dentro sí. Volvió a cerrar los ojos y agitó la cabeza con la intención de borrarla pero al abrirlos la luz continuaba fija en mitad de su pupila. Se doblegó cayendo de rodillas al suelo. Contemplaba desorientado las arrugas del interior del tronco y la luz seguía allí con su intensidad intacta. Entonces, desoyendo los gritos que provenían del exterior del olivo, removió con sus dedos la tierra y descubrió el cristal deslumbrante, el diamante falso, causa de su puntual ceguera, engarzado entre hilos de oro. Era el anillo de Paulette. 
*

Fumaba tendido sobre la cama con un vaso de whisky sobre su pecho cuando golpearon tímidamente la puerta. Posó el cigarrillo en el cenicero y la abrió.
Ambos estaban frente a frente. Ella con el pecho desbordado del encaje y los ojos vidriosos. Él, con el corazón oprimido, intentando calmar la emoción que desbocaba, como mangueras de riego, sus nervios.
            Llevaba un vestido negro precioso, de seda, y unos zapatos de tacón alto que la convertían en un monumento totalmente inaccesible. Vio al niño que se escondía tras ese hombre, amado por su corazón pero extraño a sus ojos, y un torrente de recuerdos se amontonó a las puertas de su delicada frente. Sostenía sobre la palma de su mano una diminuta caja, abierta, y en su interior un anillo parecía brillar más de lo normal.
            Silencio. Silencio. Silencio.
Obviando la educación y la veinteañera distancia que el tiempo había interpuesto entre ellos, Paulette se abalanzó sobre su cuello besándole las mejillas y él, dudoso de la resistencia de sus rodillas al sentir en su cuerpo el contacto de otro ser humano, la cogió mansamente por la cintura.
  -¿Cuándo has vuelto?- Se separó de él vergonzosa, como la niña que le devolvían sus recuerdos.
  -En este mismo instante.
                Ella se sentó en la cama y él cerró muy despacio la puerta.
 
  -¿Quieres beber algo? Bueno, sólo tengo whisky.
  -Whisky está bien.- Recordó la primera vez que probó el alcohol. Jugando a princesas y valientes caballeros en el castillo del olivo, de una petaca que Hugo le había robado al molinero.

            Sacó otro vaso de un mueble que colgaba de la pared, lo medio llenó de whisky y ella, temblorosa, lo vertió directamente en su garganta. Él lo volvió a medio llenar y ella repitió la secuencia.
  -Uno no era suficiente.

            Llevaba tantos años deseando que llegará aquel día, que justo hoy, el de su cumpleaños, cuando todos los segundos habían girado en torno a la fiesta, cuando cada instante de su antigua memoria había sido reemplazado por otro más reciente y colorido, cuando todas las alarmas de su corazón dormían confiadas, aparecía Hugo. Hugo, aquel niño valiente, desvergonzado y cautivo de sus sueños que con apenas diez años le prometió arrodillado, sobre la sangre que goteaba de su mano, amor eterno y ella, siempre con un halo alrededor de princesa de cuentos, deseosa de vivir aventuras, se había rendido a sus labios por primera vez, en su castillo de madera, regalándole el anillo que heredara de su madre.
            Él acercó una silla y, a la distancia justa en la que un centímetro equivale a un año, se sentó frente a ella.
  -Eres mucho más guapa que la mujer de mi imaginación.
  -Tú has cambiado mucho pero podría reconocer tu rostro entre mil diferentes.

            Cuántas veces ese mismo rostro, imberbe, indefinido, se había presentado en sus sueños con mil cuerpos diferentes en otras mil hazañas distintas.
  -Estoy seguro de ello.
            Silencio. Silencio. Silencio.
  -¿Qué tal tu familia?
  -Bien. Mi Padre ya se retiró; ahora es mi hermano el que regenta el bufete. Se casó y tiene un niño.
            Tuvo que resignarse a no verlo más. Aceptar con el corazón destrozado que él no volvería. Porque jamás se vuelve donde anduvo la muerte.
  -¿Y tú?
            Ella dudó unos segundos, el tiempo suficiente para valorar si mentía o no. Él disimulaba sus nervios bebiendo whisky a pequeños sorbos.
  -Hace cuatro años, con el hijo del Juez. Tal vez le recuerdes. No tenemos hijos. No puedo tener.
Ahora, al verlo casi por primera vez, comprendía que su cuerpo no quería engendrar ninguna criatura que no fuera producto del amor. Pero del AMOR con mayúsculas, el que desgarra el papel de los libros, el que llora a través del celuloide, el que sobrevive a la ausencia y al tiempo. El AMOR por el que no se mata ni se muere, se vive y se revive.

            Silencio. Silencio. Silencio.

  -¿Y tú?
  -No. Nunca me he casado.
            Sus miradas se fundieron y por un momento todo volvió a su origen. Él sintió de nuevo esa mirada penetrante y evocadora que durante tantas y tantas noches fue el principio de sus sueños y que desmontaba la vertebrada consistencia de su ser. Ella ladeó la cabeza buscando unos labios que sólo ya veía al cerrar los ojos y al incorporarse, saltó de la cama como si de repente la alarma de los descuidos hubiese desgarrado las firmes cuerdas de un violín erizando el bello de su cuerpo. Explotó la burbuja.
  -Tengo que irme. Lo siento, me esperan en el restaurante.
            Cómo duelen los anhelos de la juventud. Contemplar el pasado, olvidar un instante el presente e intentar regresar a una felicidad que jamás, como el tren que pasa de largo, regresará. El tiempo, qué asco.
  -Me gustaría volver a verte.
  -Mañana, al mediodía. Frente a la puerta del cementerio.- Temblorosa, quiso despedirse como se debe pero sus labios habían olvidado los movimientos del habla. Se pensó dos veces abrir la puerta, como esperando unas mágicas palabras que le impidieran salir.
  -Paulette.
  -¿Si?- No se giró por miedo a desfallecer. Simplemente apoyó su frente contra la puerta y dejó que la voz que pronunciaba su nombre atravesara los lugares más íntimos de su cuerpo.
  -Feliz cumpleaños.

            Ella salió frustrada, tiritando la mandíbula en su boca cerrada, de la habitación. Liberó sus lágrimas recordando un día de verano cuando con catorce años, la esperanza de volverlo a ver y vivir el momento que dejaba en aquella habitación evitó que se lanzará al vació y acabar así, de golpe, con la tristeza y la opresión mental.

            De pie, junto a su maleta, recostado en el tronco de un ciprés, jugaba con el humo de su cigarrillo imaginando el posible desenlace de aquella historia. La imaginación se nutre de la soledad y él, ese hábitat, lo conocía bastante bien. Aún así no era capaz de encontrar, dentro de su cabeza, un desenlace adecuado o al menos uno cuyo destino, el de ambos, se conformara con sobrevivir por encima de los recuerdos y la realidad, sin importar si el signo que se interponía entre ellos sumaba o dividía o si acababan en ángulos opuestos por el mismo vértice o si el mundo de los vivos desaparecía por completo ante sus ojos restableciendo así el equilibrio aritmético entre querer y poder.
            A través de la nebulosa que se formaba delante de él, como un sueño bajo las aguas, la vio girar por la esquina más alejada del cementerio. Se preguntó si el sol que irradiaba en lo alto pertenecía a la familia de la primavera o del verano. Vestía una falda  larga de tela blanca y fina con margaritas bordadas al libre albedrio a lo largo y ancho de toda su extensión y que a contra viento contorneaba sus esbeltas piernas tal y como lo haría un pícaro enamorado. Se preguntó si realmente era ella la que venía hacia él o se trataba tan sólo de una alucinación que, a través de su mente, producían sus deseos de una vida en común como en tantas otras ocasiones le había sucedido y era él, en cambio, el que se acercaba a ella. Una blusa azul entallada de manga corta que dejaba generosamente descubierto su pecho, ¡ay, señor! Se preguntó si no sería el destino que andaba jugando con el tiempo y ambos tenían firmado un pacto por el cual el primero, sólo se nos revelaría cómo, cuándo y dónde al segundo le viniera en gana o se cansara de jugar una y otra vez al tres en raya contra cada uno de nosotros. Y un sombrero claro, de paja, con una cinta azul enlazada alrededor. Se hizo mil y una preguntas en lo que dura un instante y esbozó una tímida sonrisa cuando la respuesta a todas ellas alzó la mano desde lejos y le saludó.
            Los dos estaban enamorados de ella, todo lo enamorados que pudieran estar dos niños, claro. El amor tiene sus épocas: de niños es un juego, de jóvenes una enfermedad y de viejos un incentivo. Pero en los tres estados existen las mismas reglas y se siguen los mismos patrones. Los hombres, cuando merecen ser llamados así, desde siempre han sucumbido de la misma manera a los encantos de una mujer indistintamente de la edad que tuvieran, lo único que les diferencia es el resultado. Ella tenía dos miradas, cálidas y generosas por igual y cualquier ser humano que no fuera uno de ellos hubiera podido distinguirlas. Una era para Hugo y otra para Martín, una era para el amante y la otra para el amigo o en aquellos tiempos, una para el príncipe y la otra para el bufón. Los ojos de Martín miraban y creían ver más allá de lo que veían. Nada más lejos. Es lo que tiene el amor unilateral; como enamorarse de la presentadora del telediario: los dos frente a frente y a través de un cristal os miráis. Tú la ves ella pero ella a ti no, porque para ti ese cristal es transparente pero para ella es opaco.
  -Buenos días.-Dijo él, mezclando sus palabras con el último aliento del cigarro.
  -Siento lo de anoche; haberme ido de tu habitación como lo hice. Había bebido demasiado…
  -Tranquila. No te preocupes.
  -Seguramente no fue la bienvenida que esperabas.
  -La verdad es que no esperaba ninguna.

            Silencio. Silencio. Silencio… ¿Por qué no estaba junto a ella como habían determinado la noche anterior? ¿Por qué la dejó sola? ¿Por qué huyó, abandonándola para siempre?

  -¿Quieres que visitemos su tumba?
  -Preferiría no hacerlo. ¿Te parece que nos sentemos allí?

            Señaló un banco de piedra que quedaba mitad a la sombra de otro ciprés mitad al sol que observaba desde lo alto.

  -No es preciso. Ya que no vamos a entrar, prefiero pasear.
  -Como quieras.- Sacó otro cigarrillo y se lo llevo a la boca.
  -¿No me ofreces uno?
  -Creí que no fumabas.
  -¿Por qué? Porque de niña no lo hacía.

            Silencio. Silencio. Silencio…Ella hizo todo lo que él le pidió. Preparó una pequeña maleta con ropa de abrigo. Robó el poco dinero que su hermano guardaba en un bote de hojalata. Llenó una mochila de comida y la cantimplora de agua. Y al otro lado del río, en la parte opuesta al monasterio y al olivo, agazapada entre la hilera de pinos que corría paralelo a sus aguas, esperó, con el alma recorriendo el futuro y el corazón regocijándose en él, esperó… Pero Hugo no apareció. No apareció. Y tuvo que volver sobre sus pasos.
Conscientemente, ese fue el primer hombre que la defraudó en su vida.

  -Pensé que querrías ver su tumba…- Rechazó el cigarrillo.

            Silencio. Silencio. Silencio… Los vagos recuerdos que tenía de aquel día desesperaban sus sentidos como las piedras al tiempo. El miedo que sintió y que, de cuando en cuando, se presentaba sin reclamo y en los momentos más inoportunos forzándola a desaparecer bajo las sábanas de hormigón de su cama. El corazón apuñalado en la garganta que como el capullo de una flor intentaba liberarse de la opresión de un cuerpo indefinido y frágil y la angustia de no saber dónde demonios estaba Hugo cuando, a lo lejos, vio aparecer por la senda que llevaba hasta el olivo a Martín. Ese día, su vida se trunco viendo el futuro huir por la puerta trasera del teatro.
  -¿Quién se encargo de su entierro?
  -¿Y eso ahora qué importa? Los curas, supongo.
  -¿Qué pasó con ellos?
  -Después del escándalo, la mayoría, los más jóvenes, fueron trasladados y los cuatro viejos que se quedaron murieron con el tiempo. El monasterio, simplemente no ha sabido envejecer.

            Silencio. Silencio. Silencio… A partir de ese instante su vida nunca fue la misma. Siempre rondaron por su cabeza, en las principales escenas de su vida, sueños y personas que se habían desvanecido en el horizonte o ya no existían… Su odio por Hugo llegó a tal extremo que deseo muchas veces que el muerto hubiese sido él.

  -¿Por qué nunca dijisteis nada?
  -¿A quién? Éramos niños. De veras crees que alguien nos hubiese creído.
  -Yo, sí.

            Silencio. Silencio. Silencio… La esperanza era una pregunta: ¿y si…? Pero no. Nadie respondió a sus preguntas. Nadie la abrazó cuando lloraba tumbada entre las amapolas del campo. Nadie la acompañó en los paseos estivales hasta el olivo rememorando viejos tiempos y juegos. Nadie desdobló la esquina. Nadie levantó la voz en la iglesia ni alumbró el imparcial silencio.

  -¿Eres feliz?
  -No lo sé. Tendría que haber tenido otra vida para poder comparar… ¿Y tú?
  -Depende.
  -¿De qué?
  -De si estoy despierto o no.

Silencio. Silencio. Silencio…Qué es la felicidad sino otro cuento de hadas. Sólo eso. Y estaba muy cansada para seguir soñando.

  -Le echo de menos.
  -Crees que yo no. Mírame. Olvidas que también era mi amigo. Que yo también lloré su pérdida. Y la lloré sola. Pero supongo que era más fácil huir y no tener que ver su tumba cada día. Nos abandonaste a los dos y cuando algo se abandona es fácil echarlo de menos. 

            Silencio. Silencio. Silencio…Soñar. Tal vez exista un mundo en el que se viva lo que en éste sólo se puede soñar.

  -Supongo que veinte años no son suficientes…
  -Lo siento. Pero no puedo disimular estar resentida…
  -Estás en tu derecho.

            Silencio. Silencio. Silencio… Y Martín esta en él.

  -Se me pone la carne de gallina cuando lo recuerdo.- Recogió los brazos sobre sí misma. Su tono era sosegado, sus intenciones, no. Perdió la mirada en el paisaje que se extendía frente a ellos y pretendió hostigarle, herirle con sus palabras.- Contaron que tenía todo el cuerpo destrozado. Que se le veían los huesos y las vísceras. Que aquello no era el cuerpo de un niño, ni siquiera el de un ser humano… Tuvieron que llamar al carnicero para sacarlo del río porque todo el que se acercaba a su cuerpo vomitaba… No hubo velatorio. Lo enterraron el mismo día y todos lo olvidaron al siguiente… Incluso se olvidaron de ti.

            Silencio. Silencio. Silencio… El tiempo no cura nada. Ella continuaba suspendida en el pasado como una novia maldita, agazapada entre la hilera de pinos que salvaguardan las aguas del río.

  -¿Es qué no vas a decir nada?
  -¿Para qué? Ya lo has dicho tú todo.
  -Estaba equivocada. No reconozco tu rostro teniéndolo delante… ¿Por qué has vuelto, entonces?
  -Quería verte.
  -¿Querías verme? Has tenido veinte años para verme. He estado veinte años esperando a alguien que por lo visto todavía no ha vuelto…- Se paró en seco y le detuvo severamente por el brazo.- Mira, no tengo ni ganas ni tiempo para esto. Lo siento, pero veinte años son demasiados. Los dos tenemos una vida al margen del mismo recuerdo así que tú, sigue con la tuya que yo seguiré con la mía.

            Se acercó y le besó la mejilla pero antes de retirarse él la agarró por los brazos y le besó los labios. Como hipnotizados por la visión de un destino imaginario y paralelo a la realidad separaron sus rostros muy despacio y después de unos segundos expectantes, el paraíso se difuminó y llegó la tormenta.
 
  -¿Cómo te atreves?- Abofeteó su rostro.- Soy una mujer casada.- Y, sobre sus pasos, se marchó ofendida.
  -Paulette. Paulette.- Susurro.

            Tenía la boca reseca por el whisky mañanero y el humo del tabaco, es por ello que susurró a trompicones su nombre cuando su intención era gritarlo. Gritar. Quería contárselo, deseaba contárselo, necesitaba contárselo. Pero para qué remover la tierra fértil y asentada que cubre los muertos y resucitar de sus cenizas un dolor que sólo aportaría más resentimiento y amargura a sus vidas. Qué derecho tenía él de hacerle pasar de nuevo por el mismo trance. En mitad de la estación, esperaba la llegada de un tren que había pasado hacía ya veinte años. Siempre huía ante la resignación o la imposibilidad de cambiar las cosas; por eso que no se consideraba un valiente, los valientes no huyen y pretenden volver luego con un aire martirizado en sus ojos entristeciendo a todo aquel que se cruza en su camino. Es cierto que podría correr hacía ella y enseñarle el rostro del niño que todavía era y ella, tal vez, le abrazaría para no soltarlo jamás. Destripar los secretos que atormentaban sus pensamientos y ella, tal vez, con una mirada limpia de reproches, los entendería. Abrir las ventanas de su pecho, oxigenar la humedad de su corazón y gritar un te quiero que de tanto repetirlo en su mente había perdido el significado y ella, tal vez, con los ojos ahogados en lágrimas de misericordia y amor, curaría la amargura del tiempo colmando su boca de besos. Pero, para qué comprobarlo, para quedar en ridículo, rechazado, y tener que marcharte peor de lo que ya viniste. No. Además, estas reflexiones llegaban demasiado tarde y todas eran demasiado complicadas. ¡Joder, ella estaba casada! Tenía su vida hecha. Por lo pronto tendrían que huir y él, que ni siquiera conocía el estado real de su amor por ella ya que jamás pudo expresarlo libremente sin que por la cabeza de ambos rondaran terceras personas, no tenía ninguna vida que ofrecerle. Nada. A estas edades no se puede vivir del romanticismo o los sueños. No. Definitivamente era mejor así, dejar las cosas como estaban y no remover la mierda que diría el titiritero. Paulette seguiría con su vida, feliz o no, pero una vida que supongo que es de lo que se trata y él, continuaría respirando como lo había hecho desde el primer día que la conoció, miles de años atrás, a la sombra de un olivo que por aquel entonces estaba vivo... como ellos. Cuando se acaba de leer un libro se cierra y si se tiene ganas se abre otro. Punto.
            Paulette, con paso firme y decidido se dirigió al cementerio a rezar por el alma de un amigo de la infancia. Al doblar por la entrada apoyó su cuerpo contra la pared y lloró de rabia. Rabia de no saber porqué lloraba… por ella, por él, por las ranas que simulan ser príncipes, por lo ingrata que puede ser la vida. Asomó la cabeza y volvió su mirada. Él, vestido con su traje de lino más arrugado que los dedos de una sirena y la maleta de madera en la mano, se alejaba por el paseo de la alameda que enlaza con el río y un poco más allá con las ruinas del monasterio. Sacó un pañuelo encajado bajo la manga de su chaqueta, secó sus lágrimas y se encaminó hacia el eterno descanso del amigo. Se juró entre dientes que jamás volvería a tropezar con otra sombra.
            Qué igual y a la vez qué distinta la última vez que se habían despedido. Aquella noche, dentro del olivo, acabaron cogidos de la mano y prometiéndose, con un inocente beso, que todo saldría bien. Hugo y ella esperarían a Martín al otro lado del río con las bicicletas preparadas para la huida y una vez juntos se unirían al circo donde ella sería bailarina, Hugo acróbata y Martín… Martín, con lo listo que era, tal vez sería el encargado de administrar sus ahorros, y cuando hubiesen reunido el dinero suficiente comprarían una casa donde los tres vivirían felices, lejos de los curas y de los padres sobre protectores.
¿La gravedad? Poca cosa para los sueños.

            Las ruinas del monasterio no contaban nada pero si uno cerraba los ojos, las reminiscencias de la vida aparecían a su alrededor, físicas y reales, como pesadillas en la noche, atormentando el pensamiento.
            El campanario y el arco de entraba se mantenían en pie pero los tejados de madera de la iglesia y de los edificios colindantes yacían en el suelo alumbrando así de luz natural el interior y exponiéndolo a las blasfemias de las aves autóctonas. Sin embargo, el patio no parecía haber sido maltratado por el paso del tiempo. El pozo se veía libre de matojos y tanto el extenso jardín lateral como el trasero, donde antaño se sembraran hortalizas y verduras, parecían bien cuidados. Las paredes de la iglesia y sus bloques de piedra le parecían latas sobre una valla de madera que debía derribar y lanzaba piedras contra ellas, girando sobre sí mismo. Una voz salió de la nada, provenía de detrás de un montículo de piedras caídas y en un primer momento no supo distinguir si la voz era real o imaginaria:

  -¡Eh! ¡¿Qué hace?! ¡Qué aquí viven!- Un viejo, en lamentable estado de conservación, apareció por detrás del montículo de piedras.
  -No le había visto.
  -¿No sabe usted que estas piedras son sagradas?- Se notaba que había intentado conservar su ropa, llena de parches y remiendos.
  -No para todos.
  -Todos somos hijos de Dios y a él pertenece este santuario. Mucho cuidado con lo que dice sobre estas piedras, caballero.- Su voz era grave y aunque la iglesia estaba medio derruida aún conservaba esa tétrica acústica que hace de cualquier voz poderosa una divina.
  -Y, ¿puede saberse quién es usted para dar lecciones?
  -Yo soy uno de sus siervos. Me llamo Benedetto y soy el último de los frailes que habitan estos muros.- Le amenazaba con el dedo índice.
  -Fray Destino.- Susurró, y esta vez su voz limpia y plana llegó a su destino.
  -¿Cómo dice? Hace muchos años que nadie me llama así.
  -Conviene recordar de vez en cuando.-Dejó caer las piedras que aún sostenía en su mano y se acercó a él.
  -¿Quién es usted? ¿A qué ha venido?
  -No me recuerdas. Estoy un poco cambiado pero si te esfuerzas lo lograrás.
  -No sé quién es usted. Lo mejor será que se marche.- El viejo se puso nervioso y retrocedió unos pasos.
  -Prefieres que me ponga de espaldas y me baje los pantalones, tal vez así estimule tu memoria.
  -Váyase. Váyase de aquí. Tengo un cuchillo y si se acerca lo utilizaré.- Miró a su alrededor en busca del cuchillo.
-Mírame bien. Soy tu San Martín, cerdo de mierda.- Estaba tan cerca de él que podía oler su aroma a hojas muertas, a perro húmedo y viejo.
  -¡Váyase!- El viejo cogió el cuchillo, que descansaba sobre una piedra, y se abalanzó sobre él.

            Con un ligero movimiento de sus brazos se quitó la amenaza de encima. El viejo cayó al suelo. Le cogió del pecho y arrinconándolo contra una piedra le puso la punta de la hoja del cuchillo en la garganta.

  -¡Mírame! ¡Mírame bien, te digo! ¿Me recuerdas ahora?
  -Déjeme, por favor. No soy más que un viejo que no hace daño a nadie. Déjeme, se lo suplico.
Tenía el rostro maltratado por la vida y el tiempo y durante un segundo pensó que aquellas cicatrices mucho se parecían a las suyas.
  -¡Qué me mires, te digo!
            El viejo levantó la mirada del suelo y tras un instante dubitativo, abrió los párpados y sus pupilas se dilataron.

  -¡Tú! ¡Tú! Eres su fantasma que viene a atormentarme en mis últimas horas. ¡Oh! ¡Ayúdame Dios mío! ¡Dame fuerzas!
  -Ahora recuerdas, viejo cabrón.-Empujó más la punta de la hoja contra su garganta.
  -No. No me mates. Te lo suplico. Mírame, mira como vivo. Ya pagué por mis pecados. Pagué por todos ellos.- Su mirada decayó y su voz se fue diluyendo, entonando el mea culpa entre sollozos y moqueos.
  -¡Debería matarte, cabrón! ¡Arruinaste nuestras vidas, hijo puta!- Lanzó un grito que derrumbó la parte que quedaba en pie del campanario.
            Arrojó el cuchillo lejos de los dos. Hizo ademán de darle una patada en las costillas pero se lo pensó dos veces a sabiendas de que más tarde se arrepentiría. Mirando al viejo tumbado sobre la tierra encendió un cigarrillo para calmar sus nervios y se fue.

  -¡¿Nunca…?! ¡¿Nunca te preguntaste por qué os parecíais tanto?!

            Detuvo sus pasos sin girarse. El viejo intentaba incorporarse pero las fuerzas le fallaban.
  -El Abad pensó que por separado sería más sencillo que una familia os adoptara…- Su voz había perdido todo rastro de fortaleza.- Por eso nunca se os dijo que erais hermanos. Vuestra amistad nació de un vínculo de sangre que desconocíais.
            Con un halo de humo a su alrededor, no quiso escuchar las mentiras moribundas del viejo y continuó caminando.
  -¡A mí ya me queda poco para reunirme con el hacedor! ¡Pero tú eres joven!- Se reía como un mal nacido que ve caer a sus enemigos antes que él- ¡Vive con eso, pequeño bastardo!
            Al salir de las ruinas del monasterio, desfalleció. Tiró el cigarrillo y tras dos leves arcadas vomitó, cayendo al suelo. Con los ojos ensangrentados y fuera de sí pateó la maleta. Se dirigió al olivo dando tumbos como un poseso endiablado, se arrodilló delante del él y lo maldijo una y mil veces. Harto de vivir para nada y deseoso de acabar con todo de una puta vez, recogió hierba seca de los alrededores sin poder calmar sus gritos y sus llantos y toda esa rabia contenida, reprimida, la descargó junto con una cerilla dentro del olivo. No esperó a las llamas, que ya brotaban por ambos lados de la falla, ni al humo, que en poco tiempo sería visible desde el pueblo; tomó el camino erosionado en la ladera del monte y decidido a cambiar su futuro desde el mismo instante en que ardía su pasado, escupió sobre él y desapareció para siempre.

***
  -¡Vamos, pequeño bastardo! ¡No te resistas o será peor!- Fray Destino arrastraba de los pelos a Martín por el paseo interior del claustro- ¡Te vas a enterar de lo que vale un peine, ladronzuelo!- Gritaba, consciente de que era observado por lo demás niños, que en ese momento disfrutaban en el jardín del patio de un pequeño receso en sus clases.
            En su interior sabía que partía con desventaja. Los intentos por conseguir el amor de Paulette debían de ser el doble de los que Hugo intentara, los esfuerzos triplicados y el tiempo perdido, infinito. Por eso, robar aquella lata de melocotones en almíbar había sido una mala idea. Primero porque, al caer del barril, utilizado como escalera para llegar hasta el último estante de la alacena donde reposaban las conservas, se había torcido el tobillo y apenas podía caminar. Y segundo porque, pensándolo fríamente, era preferible pasar hambre a sufrir un castigo desmesurado por intentar calmar los truenos de un corazón raquítico y acostumbrado a estarlo.
            Al doblar una de las esquinas del claustro, todavía bajo las atentas y melancólicas miradas de los niños que, ante la inminente tortura que iba a sufrir uno de los suyos, encontraban sus juegos banales y fuera de lugar, y cerca del despacho de Fray Destino, llamado así porque tras la puerta de su despacho, con el sonido seco del cerrojo, finalizaba todo: la alegría, los sueños, la inocencia, la libertad, Martín, escupiendo quejidos silenciosos por entre los dientes, tuvo la frialdad necesaria para sacar del bolsillo de su pantalón y sin que los ojos del fraile lo advirtieran un trozo de alambre viejo y oxidado que clavó, sin pensarlo dos veces, en la espinilla del servidor de Dios.
            Explotaron de satisfacción reprimida los niños al ver revolcarse al fraile de dolor y alentaban a Martín, que cruzaba todo lo rápido que su tobillo le permitía, el jardín del patio en dirección a la trampilla de los perros, un agujero hecho a propósito al pie del muro con la intención de que los animales pudieran entrar y salir del recinto a realizar sus necesidades.
            Ya en pie y quejándose amargamente, fray Destino vio como Martín se agachaba para salir arrastrándose por la trampilla. Al ser consciente de que sus dimensiones físicas no cabían por aquella obertura, cruzó cojeando el claustro, la biblioteca y la explanada de entrada y en pocos segundos ya estaba abriendo la pequeña puerta del portón principal del complejo a tiempo de girar su mirada y ver como Martín corría penosamente por la senda que llegaba hasta el olivo.
                Aún sabiendo que era imposible que el fraile le siguiera por aquella trampilla, Martín no dejaba de mirar hacia atrás. Tirando de su pierna como quien tira de un borrico viejo le alentaba sentir tan cerca la sombra del olivo con sus esplendorosas y mágicas oberturas medievales, tras ellas, a unos metros, el tronco de pino que cruzaba el río de parte a parte y al otro lado del río, esperándole, Paulette y Hugo, que antes del recreo se había escurrido por el mismo camino que él recorría ahora, con las bicicletas dispuestas para la huida. Ya lo estaba viendo, acariciando el despertar de una pesadilla. Al poco de atravesar la llanura y la carretera alcanzarían la caravana del circo y se unirían a él. Con el tiempo, Paulette se convertiría en bailarina y él en acróbata. Ahorrarían todo el dinero posible y cuando tuvieran la cantidad suficiente, comprarían una casa y se casarían.
La vida es así, los niños tienen sueños de mayores y los mayores de niños. Ya lo veía, acariciaba ese sueño, cuando al entrar en el olivo una mano le agarró por el brazo.
  -Con el tobillo así, no podrás cruzar el río- Era Hugo, saltándose su propio plan de huida.
  -¿Qué?- Martín, sofocado y sin respiración, no comprendía nada.
  -Quédate aquí. Cuando haya cruzado el río te marchas por el camino del monte. Nosotros te esperaremos al otro lado. Suerte- Y salió, cayendo sin ser vista una estrella de su bolsillo, por la puerta trasera del olivo en dirección al río.
            Martín, excitado, sin aliento y con un desmayo en ciernes, apoyó las palmas de sus manos sobre las rodillas y respiró hondo, una y otra vez, una y otra vez. Cerró un par de veces los ojos intentando desalojar de su mirada una luz blanca, intensa, que se aproximaba a su mente a través de ellos; creyó marearse y levantó la cabeza pero ahora esa luz no se apartaba de su visión y allí donde mirara perduraba su brillo. Miró de nuevo por el agujero del tronco pero nada pudo ver deslumbrado el paisaje por la estrella que brillaba dentro sí. Volvió a cerrar los ojos y agitó la cabeza con la intención de borrarla pero al abrirlos la luz continuaba fija en mitad de su pupila. Se doblegó cayendo de rodillas al suelo, contemplaba desorientado las arrugas del interior del tronco y la luz seguía allí con su intensidad intacta. Entonces, desoyendo los gritos que provenían del exterior del olivo, removió con sus dedos la tierra y descubrió el cristal deslumbrante, el diamante falso, causa de su puntual ceguera, engarzado entre hilos de oro.  Era el anillo que la madre de Paulette le regaló al morir.
            Salió de su estado inconsciente y observó por la mirilla. Escuchaba gritos sin saber de donde provenían. Acertó a ver sobre su interno punto blanco un externo punto negro que se movía rápidamente y sin gobierno a través de las aguas del río. Fijó su mirada en él, a tiempo de comprobar cómo su amigo era engullido por las palas del molino.
            Con los gritos de auxilio del muchacho aún suspendidos en el aire como gotas de rocío aferradas a la aguda punta de una hoja, los frailes, descuidados de su faena, abrieron el portón principal y no vieron más señal de la tragedia que a fray Destino, arrodillado sobre el puente de madera, persignando su pecho como un arrepentido el día del juicio final. El molinero salió de su molino desconcertado, sin saber bien dónde mirar o a quién ayudar.
            Después de unos instantes de contemplar el mundo a través del cristal de una pecera, ignorando quien estaba dentro y quien fuera, todos imitaron lentamente las señales marcadas en el pecho de fray Destino al descubrir correr río abajo las aguas tintadas de rojo.
            No muy lejos, en el margen del río opuesto al del olivo, escondida tras un pino, una niña de cabellos lisos como la seda y dorados como la vejez en compañía, lloraba sin saber que lloraba, arando las furtivas lágrimas al paso por sus mejillas, virginales y piadosas, un surco de fuego que la consumiría durante toda su vida y toda su muerte.
            Más allá, desapercibido como una hormiga entre elefantes, casi al otro lado del mundo, un niño huía torpemente por el camino erosionado en la ladera del monte que le llevaría tan lejos y tan cerca que un día, sin darse cuenta, con la maleta vacía de trigo y llena de paja, estaría de vuelta. Porque, desgraciadamente, ningún viaje es eterno ni siquiera bajo tierra.

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