DE UN OLIVO SIN SOMBRA A UN FANTASMA CON DEMASIADA
Bajaba
tristemente. Como una pluma a merced de un vals de Sibelius zigzagueaba por el
camino erosionado en la ladera del monte que llega, una vez en el llano y
siguiendo el curso del río, hasta las ruinas del monasterio. Daba pasos
inciertos dejando un rastro deshilvanado de huellas bajo relieve y con la punta
de sus zapatos, cegados de polvo, pateaba pequeñas piedras como si le
estorbasen en su camino. La tarde llegaba a ese sublime momento en el cual el
pasado languidece pero el futuro aún deslumbra. Se detuvo en la pendiente,
soltó su maleta y sentado sobre una roca esperanzada y plana que sobresalía de
la tierra se colocó la americana sobre los hombros, remangó perfectamente como
un experto fabricante de aviones de papel las mangas de su camisa y sin
levantar la vista del suelo encendió un cigarrillo, cogió la maleta y continuó
bajando por el camino.
Apenas
le quedaba rastro de juventud a sus treinta años y las sendas del mundo que
había recorrido le otorgaban a sus sienes un aspecto terrizo y reseco y una
sabiduría demasiado cargante para un molde tan pequeño. A la misma edad en la
que los niños necesitan dejar la puerta entornada o una lámpara encendida para
poder conciliar el sueño por las noches y protegerse así de sombras de nariz
roja y hombres con saco, él dormía al raso en el interior de una de las jaulas
de la noria infantil, robaba o mendigaba para comer y curaba, con su propia
saliva, las heridas físicas y psíquicas que la vida a ras de suelo le infringía
a su cuerpo. Tomó partido en la vida sin que nadie se hubiera molestado en
explicarle las reglas o condiciones del juego. El libro sobre especificaciones
y comportamientos del ser humano, lo empezó por el final.
Aquí,
o aprendes a hostias o aprendes a hostias. Esa fue la máxima que condujo su
vida y que aprendió de un titiritero con pata de palo para el que trabajaba en
el circo. Suyas fueron todas las decisiones que tomó, suyas las consecuencias.
Nunca quiso ataduras de ningún tipo y tampoco consintió opciones a tenerlas. Huyó
de la condescendencia o la amistad y el amor se convirtió en un cigarrillo
ocasional innecesario de consumir hasta la boquilla. Si el mundo le sonreía él
desconfiaba y si lloraba, peor aún, huía del lugar borrando cualquier huella
que pudiera quedar tras su paso, no fuera a ser que las lágrimas las derramaran
por él.
El
silencio. El silencio, que no le hace ascos a nadie, fue el único que aguantó
con paciencia su amargura y le acompañó más allá de lo que cualquier mortal
hubiese ido.
Volvía
al lugar donde se crió los primeros años de su vida. No era su hogar, no tenía,
nunca había tenido. Pero era el único sitio en el que había pasado el tiempo
suficiente como para tener recuerdos. Y consumidos veinte años, ¿por qué no
regresar?
Le
gustaba vagar sin rumbo, sin determinación que lo guiara, por caminos
indefinidos y contemplar con detalle el ridículo punto por el cual gira la vida
y el mundo que le rodea. Al llegar al prado recostó su espalda sobre un
solitario olivo, viejo y extrañamente siniestro, que se alzaba gigantesco a la
vera del río. Era un olivo hueco, con la sombra herida mortalmente, sin alma ni
corazón, ni cualquier otro órgano o fruto que lo identificara con otro ser de
su misma especie. Un refugio natural y sempiterno donde cualquier niño, a
primera vista, pudiera ver un castillo o un fortín en el que desarrollar las
aventuras que promete su imaginación, con un portón delantero por el que entrar
victorioso y una puerta trasera por la que huir hasta el río si el enemigo de
turno conquistaba la fortaleza. Las ramas, vecinas desconfiadas en vísperas de
un desahucio, huérfanas de orden natural, desvencijadas y nerviosas quedaban,
como estandartes olvidados en una batalla, dispersas por el tronco, destruyendo
así el conjunto áureo y con ello la estética divina.
Recostado
sobre la única pared del tronco que parecía más resistente, cerró los ojos y
dejó que la brisa del río refrescara las arrugas ennegrecidas de su frente.
Las nubes protegían al sol como si
una lanza apuntara directamente al lado izquierdo de su pecho y a lo lejos, el
viento castigaba las alas de una paloma herida que se acercaba corriendo a un
previsible final. Salió de donde habita la nada, al pie del muro lateral del
monasterio. Vestía un jersey viejo y roído de color marrón oscuro y unos
pantalones cortos del mismo color. Con una mano obligaba a caminar a una de sus
piernas mientras con la otra se abría paso entre la maleza. Era un niño. Apenas
se podía distinguir su rostro, alerta a su perseguidor y medio oculto por sus
cabellos empapados en sudor. Atravesó el interior del olivo y ya, sin mirar
atrás, se dispuso a cruzar el río por el tronco de pino que lo atravesaba de
parte a parte. Cuando llevaba recorrido la mitad del tronco, resbaló, cayendo
al agua. Arrastrado por la corriente intentaba inútilmente agarrarse a una mano
imaginaria o a una rama casual, pero la corriente, fuerte y embravecida, no le
daba tregua y giraba y giraba sobre sí mismo sin poder gobernar su voluntad.
Aguas abajo, las palas de madera de la rueda del molino giraban provocando una
corriente paralela que atraía cualquier vestigio inerte de la naturaleza que
cayera al agua y rondara sus dominios. El muchacho, a merced de su destino,
nada pudo hacer por evitarla y las palas atraparon su cuerpo sin ninguna
piedad.
*
El
tiempo se revuelve cuando uno baja la guardia y los párpados. Y un recuerdo
puede perdurar incluso más allá de nosotros mismos. No somos dueños de nuestra
memoria y cada cual convive con ella como puede. Cuando discutía con su propio
silencio y para distraer los pensamientos que le atormentaban en la cabeza
silbaba, entrecortado por un nudo alojado en su garganta, canciones populares
que recordaba de los pueblos por los que había pasado de cerca. Otras veces,
simplemente, como las alas de una temerosa paloma, batía sus párpados tan
rápido como era capaz.
Y
de repente el atmosférico se había girado. Desdobló descuidadamente las mangas
de su camisa y se enfundó la americana abrochando todos sus botones. Resbalaban
por su frente pequeñas gotas de agua que no pudo distinguir si eran suyas, del
río o del cielo. Caminó paralelo al río y al pasar junto a las ruinas del
monasterio y del molino, se propuso no levantar la vista del camino y reprimir
cualquier impulso morboso que le obligara a contemplarlas. Silbando al suelo,
cruzó con una tímida victoria el puente de madera y girando a la derecha,
siguió el camino en dirección al pueblo.
La
elección de tomar el camino del monte había sido una temeridad. Él no se consideraba
un hombre temerario ni siquiera valiente, tal vez y en ocasiones de mayor
relevancia arrogante o descuidado pero no un valiente, un valiente no huye de
su pasado durante veinte años. Es cierto que le gustaba ir contra corriente y
poco o nada que le dijeran lo que podía o no podía hacer, pero eso se debía más
a la amarga soledad en la que él mismo se sumergía que a la fortaleza de un
carácter irascible. Sabía que aquella ruta lo devolvería a una época de su
pasado que se había prometido olvidar o al menos no recordar constantemente,
pero aún así lo había elegido en lugar de caminar por el arcén de la carretera,
más peligroso y menos evocador. Ahora, en vano, se reprochaba haber tomado esa
decisión. Como una muesca más en la amplitud de su frente, de nuevo una mala
decisión se decía, y ya iban demasiadas.
El pueblo no había cambiado, tenía el mismo aspecto para
quien lo ve todos los días y también para quien lo recordó con los ojos
cerrados durante tantas noches. Pequeñas luciérnagas bajo toldos de metal
violaban la oscuridad de la noche temprana. Algunos ancianos se resguardaban de
la lluvia bajo la cornisa de los balcones y en la plaza, los niños sin hora,
aguardaban impacientes el escampe para reanudar sus juegos de pelota. Los
comercios se veían cerrados y el poco murmullo que destacaba por encima del de
la tormenta provenía de los restaurantes que en aquellas horas comenzaban a
llenarse.
Mitigaba
el hambre con el tabaco pero de cuando en cuando su estómago veía con buenos
ojos probar un plato con otros humos. Tras una mesa, arrinconada en una esquina
entre la ventana y un mueble dispensario, con un cigarrillo en la mano y un
vaso de whisky en la otra, valorando entre sus dientes si volverse por donde
había venido o quedarse a pasar la noche, una comitiva de jóvenes embriagados y
dispuestos a pasar un buen rato entró en el local. Serían unas diez personas
entre chicos y chicas y directamente, después de un saludo amistoso al que
parecía dueño del local, ocuparon una sala contigua a la que se accedía
atravesando un arco de piedra embellecido con azulejos moriscos dispersados aleatoriamente
a su alrededor.
A
lo largo de los años la había visto crecer en sueños y la reconocería entre
todas las mujeres. Ni la poderosa imaginación ni el deseo más profundo del
solitario nefelibata la hubiese perfilado tan bella. Era más hermosa que un
copo de nieve derritiéndose al sol. De piel blanca, tan blanca como una nube en
mitad de un poderoso cielo azul. Su cabello dorado, espejo y envidia del astro
rey, sencillo y liso como el horizonte de la esperanza, brillante y vivo como
las aguas de un lago que bajo la luz de la luna cumple sus sueños diurnos de
ser mar y deliciosamente caído sobre los hombros que su vestido dejaba
desnudos. Puntiaguda y tímida de nariz y un cuarto de manzana los pómulos.
Finísimas alas en vuelo las cejas y ligeramente inclinadas hacia el interior.
Sus ojos, lágrimas tintadas de otoño, misteriosos como la ardiente boca de una
chimenea en la noche, hipnotizaban cualquier mirada que osara enfrentarse a
ellos. Y sus labios… ¡Ah! ¡Sus labios! Yo, que vivo en las nubes, moriría en la
realidad por besar una sola vez la ficción de sus labios.
Apenas
probó bocado. Sus ojos, cautivos de esa hipnosis, no dejaban de mirarla a
través del arco de piedra; tanto es así que ella, sintiendo el frío de una
mirada extraña recorrer su cuerpo, cubrió sus hombros con una chaqueta.
El camarero retiró los restos de la cena y trajo un café
y una copa de licor:
-Disculpe el jaleo, caballero, pero
celebramos una fiesta de cumpleaños…
-Lo sé.
-¡Ah! ¿Conoce usted a la señorita Paulette?
-Somos viejos amigos.- Vertió el café en el
interior de la copa de licor y después de removerlo con el dedo, lo bebió de un
trago ante la asombrada mirada del camarero.- ¿Sabe dónde puedo alquilar una
habitación?
-Sí, señor. Al otro lado de la plaza hay una
pensión. Es barata y cómoda. Además, pertenece al mismo dueño del restaurante,
así que tiene servicio de habitaciones.
-Ya. Hágame un favor.-Sacó del bolsillo de su
chaqueta un pequeño paquete mal envuelto en fantasía.-Una vez me haya ido,
entréguele este paquete a la señorita que cumple los años.
-Sí, señor. Y ¿de parte de quién le digo
que…?
-De nadie. Usted haga lo que le digo.- Añadió
un billete más a la suma de la cuenta y sin mirar la dirección, sus pasos se
dirigieron hacia la puerta.- Y diga que me sirvan una botella de whisky en la
habitación.
*
La mirilla perforada en
su tronco, era un puño a medio cerrar, era una ventana sin cristales a través
de la cual se podía ver el mundo pero el mundo no podía verte a ti.
Sofocado y sin aliento apartó el
ojo abierto de la mirilla. Los cabellos húmedos por el sudor que caía sin surco
definido por su frente le nublaban la vista. Doblándose, apoyó las palmas de
sus manos sobre las rodillas y respiro hondo, una y otra vez, una y otra vez.
Cerró un par de veces los ojos intentando desalojar de su mirada una luz
blanca, intensa, que se aproximaba a su mente a través de ellos; creyó marearse
y levantó la cabeza pero ahora esa luz no se apartaba de su visión y allí donde
mirara perduraba su brillo. Miró de nuevo por el agujero del tronco pero nada
pudo ver deslumbrado el paisaje por el sol que brillaba dentro sí. Volvió a
cerrar los ojos y agitó la cabeza con la intención de borrarla pero al abrirlos
la luz continuaba fija en mitad de su pupila. Se doblegó cayendo de rodillas al
suelo. Contemplaba desorientado las arrugas del interior del tronco y la luz
seguía allí con su intensidad intacta. Entonces, desoyendo los gritos que
provenían del exterior del olivo, removió con sus dedos la tierra y descubrió
el cristal deslumbrante, el diamante falso, causa de su puntual ceguera,
engarzado entre hilos de oro. Era el anillo de Paulette.
*
Fumaba
tendido sobre la cama con un vaso de whisky sobre su pecho cuando golpearon
tímidamente la puerta. Posó el cigarrillo en el cenicero y la abrió.
Ambos
estaban frente a frente. Ella con el pecho desbordado del encaje y los ojos
vidriosos. Él, con el corazón oprimido, intentando calmar la emoción que
desbocaba, como mangueras de riego, sus nervios.
Llevaba un vestido negro precioso, de seda, y unos
zapatos de tacón alto que la convertían en un monumento totalmente inaccesible.
Vio al niño que se escondía tras ese hombre, amado por su corazón pero extraño
a sus ojos, y un torrente de recuerdos se amontonó a las puertas de su delicada
frente. Sostenía sobre la palma de su mano una diminuta caja, abierta, y en su
interior un anillo parecía brillar más de lo normal.
Silencio. Silencio. Silencio.
Obviando
la educación y la veinteañera distancia que el tiempo había interpuesto entre
ellos, Paulette se abalanzó sobre su cuello besándole las mejillas y él, dudoso
de la resistencia de sus rodillas al sentir en su cuerpo el contacto de otro
ser humano, la cogió mansamente por la cintura.
-¿Cuándo has vuelto?- Se separó de él
vergonzosa, como la niña que le devolvían sus recuerdos.
-En este mismo instante.
Ella se sentó en
la cama y él cerró muy despacio la puerta.
-¿Quieres beber algo? Bueno, sólo tengo
whisky.
-Whisky está bien.- Recordó la primera vez
que probó el alcohol. Jugando a princesas y valientes caballeros en el castillo
del olivo, de una petaca que Hugo le había robado al molinero.
Sacó otro vaso de un mueble que colgaba de la pared, lo
medio llenó de whisky y ella, temblorosa, lo vertió directamente en su
garganta. Él lo volvió a medio llenar y ella repitió la secuencia.
-Uno no era suficiente.
Llevaba tantos años deseando que llegará aquel día, que
justo hoy, el de su cumpleaños, cuando todos los segundos habían girado en
torno a la fiesta, cuando cada instante de su antigua memoria había sido
reemplazado por otro más reciente y colorido, cuando todas las alarmas de su
corazón dormían confiadas, aparecía Hugo. Hugo, aquel niño valiente,
desvergonzado y cautivo de sus sueños que con apenas diez años le prometió
arrodillado, sobre la sangre que goteaba de su mano, amor eterno y ella,
siempre con un halo alrededor de princesa de cuentos, deseosa de vivir
aventuras, se había rendido a sus labios por primera vez, en su castillo de
madera, regalándole el anillo que heredara de su madre.
Él acercó una silla y, a la distancia justa en la que un
centímetro equivale a un año, se sentó frente a ella.
-Eres mucho más guapa que la mujer de mi
imaginación.
-Tú has cambiado mucho pero podría reconocer
tu rostro entre mil diferentes.
Cuántas veces ese mismo rostro,
imberbe, indefinido, se había presentado en sus sueños con mil cuerpos
diferentes en otras mil hazañas distintas.
-Estoy seguro de ello.
Silencio. Silencio. Silencio.
-¿Qué tal tu familia?
-Bien. Mi Padre ya se retiró; ahora es mi
hermano el que regenta el bufete. Se casó y tiene un niño.
Tuvo que resignarse a no verlo más. Aceptar con el
corazón destrozado que él no volvería. Porque jamás se vuelve donde anduvo la
muerte.
-¿Y tú?
Ella
dudó unos segundos, el tiempo suficiente para valorar si mentía o no. Él
disimulaba sus nervios bebiendo whisky a pequeños sorbos.
-Hace cuatro años, con el hijo del Juez. Tal
vez le recuerdes. No tenemos hijos. No puedo tener.
Ahora,
al verlo casi por primera vez, comprendía que su cuerpo no quería engendrar
ninguna criatura que no fuera producto del amor. Pero del AMOR con mayúsculas,
el que desgarra el papel de los libros, el que llora a través del celuloide, el
que sobrevive a la ausencia y al tiempo. El AMOR por el que no se mata ni se
muere, se vive y se revive.
Silencio. Silencio. Silencio.
-¿Y tú?
-No. Nunca me he casado.
Sus miradas se fundieron y por un momento todo volvió a
su origen. Él sintió de nuevo esa mirada penetrante y evocadora que durante
tantas y tantas noches fue el principio de sus sueños y que desmontaba la
vertebrada consistencia de su ser. Ella ladeó la cabeza buscando unos labios
que sólo ya veía al cerrar los ojos y al incorporarse, saltó de la cama como si
de repente la alarma de los descuidos hubiese desgarrado las firmes cuerdas de
un violín erizando el bello de su cuerpo. Explotó la burbuja.
-Tengo que irme. Lo siento, me esperan en el
restaurante.
Cómo duelen los anhelos de la juventud. Contemplar el
pasado, olvidar un instante el presente e intentar regresar a una felicidad que
jamás, como el tren que pasa de largo, regresará. El tiempo, qué asco.
-Me gustaría volver a verte.
-Mañana, al mediodía. Frente a la puerta del
cementerio.- Temblorosa, quiso despedirse como se debe pero sus labios habían
olvidado los movimientos del habla. Se pensó dos veces abrir la puerta, como
esperando unas mágicas palabras que le impidieran salir.
-Paulette.
-¿Si?- No se giró por miedo a desfallecer.
Simplemente apoyó su frente contra la puerta y dejó que la voz que pronunciaba
su nombre atravesara los lugares más íntimos de su cuerpo.
-Feliz cumpleaños.
Ella salió frustrada, tiritando la mandíbula en su boca
cerrada, de la habitación. Liberó sus lágrimas recordando un día de verano
cuando con catorce años, la esperanza de volverlo a ver y vivir el momento que
dejaba en aquella habitación evitó que se lanzará al vació y acabar así, de
golpe, con la tristeza y la opresión mental.
De pie, junto a su maleta, recostado en el tronco de un
ciprés, jugaba con el humo de su cigarrillo imaginando el posible desenlace de
aquella historia. La imaginación se nutre de la soledad y él, ese hábitat, lo
conocía bastante bien. Aún así no era capaz de encontrar, dentro de su cabeza,
un desenlace adecuado o al menos uno cuyo destino, el de ambos, se conformara
con sobrevivir por encima de los recuerdos y la realidad, sin importar si el
signo que se interponía entre ellos sumaba o dividía o si acababan en ángulos
opuestos por el mismo vértice o si el mundo de los vivos desaparecía por
completo ante sus ojos restableciendo así el equilibrio aritmético entre querer
y poder.
A través de la nebulosa que se formaba delante de él,
como un sueño bajo las aguas, la vio girar por la esquina más alejada del cementerio.
Se preguntó si el sol que irradiaba en lo alto pertenecía a la familia de la
primavera o del verano. Vestía una falda larga de tela blanca y fina con margaritas
bordadas al libre albedrio a lo largo y ancho de toda su extensión y que a
contra viento contorneaba sus esbeltas piernas tal y como lo haría un pícaro
enamorado. Se preguntó si realmente era ella la que venía hacia él o se trataba
tan sólo de una alucinación que, a través de su mente, producían sus deseos de
una vida en común como en tantas otras ocasiones le había sucedido y era él, en
cambio, el que se acercaba a ella. Una blusa azul entallada de manga corta que
dejaba generosamente descubierto su pecho, ¡ay, señor! Se preguntó si no sería
el destino que andaba jugando con el tiempo y ambos tenían firmado un pacto por
el cual el primero, sólo se nos revelaría cómo, cuándo y dónde al segundo le
viniera en gana o se cansara de jugar una y otra vez al tres en raya contra
cada uno de nosotros. Y un sombrero claro, de paja, con una cinta azul enlazada
alrededor. Se hizo mil y una preguntas en lo que dura un instante y esbozó una
tímida sonrisa cuando la respuesta a todas ellas alzó la mano desde lejos y le
saludó.
Los dos estaban enamorados de ella, todo lo enamorados
que pudieran estar dos niños, claro. El amor tiene sus épocas: de niños es un
juego, de jóvenes una enfermedad y de viejos un incentivo. Pero en los tres
estados existen las mismas reglas y se siguen los mismos patrones. Los hombres,
cuando merecen ser llamados así, desde siempre han sucumbido de la misma manera
a los encantos de una mujer indistintamente de la edad que tuvieran, lo único
que les diferencia es el resultado. Ella tenía dos miradas, cálidas y generosas
por igual y cualquier ser humano que no fuera uno de ellos hubiera podido
distinguirlas. Una era para Hugo y otra para Martín, una era para el amante y
la otra para el amigo o en aquellos tiempos, una para el príncipe y la otra
para el bufón. Los ojos de Martín miraban y creían ver más allá de lo que veían.
Nada más lejos. Es lo que tiene el amor unilateral; como enamorarse de la
presentadora del telediario: los dos frente a frente y a través de un cristal
os miráis. Tú la ves ella pero ella a ti no, porque para ti ese cristal es
transparente pero para ella es opaco.
-Buenos días.-Dijo él, mezclando sus palabras
con el último aliento del cigarro.
-Siento lo de anoche; haberme ido de tu
habitación como lo hice. Había bebido demasiado…
-Tranquila. No te preocupes.
-Seguramente no fue la bienvenida que
esperabas.
-La verdad es que no esperaba ninguna.
Silencio. Silencio. Silencio… ¿Por
qué no estaba junto a ella como habían determinado la noche anterior? ¿Por qué
la dejó sola? ¿Por qué huyó, abandonándola para siempre?
-¿Quieres que visitemos su tumba?
-Preferiría no hacerlo. ¿Te parece que nos
sentemos allí?
Señaló un banco de piedra que
quedaba mitad a la sombra de otro ciprés mitad al sol que observaba desde lo
alto.
-No es preciso. Ya que no vamos a entrar,
prefiero pasear.
-Como quieras.- Sacó otro cigarrillo y se lo
llevo a la boca.
-¿No me ofreces uno?
-Creí que no fumabas.
-¿Por qué? Porque de niña no lo hacía.
Silencio. Silencio. Silencio…Ella
hizo todo lo que él le pidió. Preparó una pequeña maleta con ropa de abrigo.
Robó el poco dinero que su hermano guardaba en un bote de hojalata. Llenó una
mochila de comida y la cantimplora de agua. Y al otro lado del río, en la parte
opuesta al monasterio y al olivo, agazapada entre la hilera de pinos que corría
paralelo a sus aguas, esperó, con el alma recorriendo el futuro y el corazón
regocijándose en él, esperó… Pero Hugo no apareció. No apareció. Y tuvo que
volver sobre sus pasos.
Conscientemente,
ese fue el primer hombre que la defraudó en su vida.
-Pensé que querrías ver su tumba…- Rechazó el
cigarrillo.
Silencio. Silencio. Silencio… Los
vagos recuerdos que tenía de aquel día desesperaban sus sentidos como las
piedras al tiempo. El miedo que sintió y que, de cuando en cuando, se presentaba
sin reclamo y en los momentos más inoportunos forzándola a desaparecer bajo las
sábanas de hormigón de su cama. El corazón apuñalado en la garganta que como el
capullo de una flor intentaba liberarse de la opresión de un cuerpo indefinido y
frágil y la angustia de no saber dónde demonios estaba Hugo cuando, a lo lejos,
vio aparecer por la senda que llevaba hasta el olivo a Martín. Ese día, su vida se trunco viendo el futuro huir por la puerta trasera del teatro.
-¿Quién se encargo de su entierro?
-¿Y eso ahora qué importa? Los curas,
supongo.
-¿Qué pasó con ellos?
-Después del escándalo, la mayoría, los más
jóvenes, fueron trasladados y los cuatro viejos que se quedaron murieron con el
tiempo. El monasterio, simplemente no ha sabido envejecer.
Silencio. Silencio. Silencio… A
partir de ese instante su vida nunca fue la misma. Siempre rondaron por su
cabeza, en las principales escenas de su vida, sueños y personas que se habían
desvanecido en el horizonte o ya no existían… Su odio por Hugo llegó a tal
extremo que deseo muchas veces que el muerto hubiese sido él.
-¿Por qué nunca dijisteis nada?
-¿A quién? Éramos niños. De veras crees que
alguien nos hubiese creído.
-Yo, sí.
Silencio. Silencio. Silencio… La
esperanza era una pregunta: ¿y si…? Pero no. Nadie respondió a sus preguntas.
Nadie la abrazó cuando lloraba tumbada entre las amapolas del campo. Nadie la
acompañó en los paseos estivales hasta el olivo rememorando viejos tiempos y
juegos. Nadie desdobló la esquina. Nadie levantó la voz en la iglesia ni
alumbró el imparcial silencio.
-¿Eres feliz?
-No lo sé. Tendría que haber tenido otra vida
para poder comparar… ¿Y tú?
-Depende.
-¿De qué?
-De si estoy despierto o no.
Silencio.
Silencio. Silencio…Qué es la felicidad sino otro cuento de hadas. Sólo eso. Y
estaba muy cansada para seguir soñando.
-Le echo de menos.
-Crees que yo no. Mírame. Olvidas que también
era mi amigo. Que yo también lloré su pérdida. Y la lloré sola. Pero supongo
que era más fácil huir y no tener que ver su tumba cada día. Nos abandonaste a
los dos y cuando algo se abandona es fácil echarlo de menos.
Silencio. Silencio. Silencio…Soñar.
Tal vez exista un mundo en el que se viva lo que en éste sólo se puede soñar.
-Supongo que veinte años no son suficientes…
-Lo siento. Pero no puedo disimular estar
resentida…
-Estás en tu derecho.
Silencio. Silencio. Silencio… Y Martín esta en él.
-Se me pone la carne de gallina cuando lo
recuerdo.- Recogió los brazos sobre sí misma. Su tono era sosegado, sus
intenciones, no. Perdió la mirada en el paisaje que se extendía frente a ellos
y pretendió hostigarle, herirle con sus palabras.- Contaron que tenía todo el
cuerpo destrozado. Que se le veían los huesos y las vísceras. Que aquello no
era el cuerpo de un niño, ni siquiera el de un ser humano… Tuvieron que llamar
al carnicero para sacarlo del río porque todo el que se acercaba a su cuerpo
vomitaba… No hubo velatorio. Lo enterraron el mismo día y todos lo olvidaron al
siguiente… Incluso se olvidaron de ti.
Silencio. Silencio. Silencio… El
tiempo no cura nada. Ella continuaba suspendida en el pasado como una novia
maldita, agazapada entre la hilera de pinos que salvaguardan las aguas del río.
-¿Es qué no vas a decir nada?
-¿Para qué? Ya lo has dicho tú todo.
-Estaba equivocada. No reconozco tu rostro
teniéndolo delante… ¿Por qué has vuelto, entonces?
-Quería verte.
-¿Querías verme? Has tenido veinte años para
verme. He estado veinte años esperando a alguien que por lo visto todavía no ha
vuelto…- Se paró en seco y le detuvo severamente por el brazo.- Mira, no tengo
ni ganas ni tiempo para esto. Lo siento, pero veinte años son demasiados. Los
dos tenemos una vida al margen del mismo recuerdo así que tú, sigue con la tuya
que yo seguiré con la mía.
Se acercó y le besó la mejilla pero
antes de retirarse él la agarró por los brazos y le besó los labios. Como
hipnotizados por la visión de un destino imaginario y paralelo a la realidad separaron
sus rostros muy despacio y después de unos segundos expectantes, el paraíso se
difuminó y llegó la tormenta.
-¿Cómo te atreves?- Abofeteó su rostro.- Soy
una mujer casada.- Y, sobre sus pasos, se marchó ofendida.
-Paulette. Paulette.- Susurro.
Tenía la boca reseca por el whisky mañanero y el humo del
tabaco, es por ello que susurró a trompicones su nombre cuando su intención era
gritarlo. Gritar. Quería contárselo, deseaba contárselo, necesitaba contárselo.
Pero para qué remover la tierra fértil y asentada que cubre los muertos y
resucitar de sus cenizas un dolor que sólo aportaría más resentimiento y
amargura a sus vidas. Qué derecho tenía él de hacerle pasar de nuevo por el
mismo trance. En mitad de la estación, esperaba la llegada de un tren que había
pasado hacía ya veinte años. Siempre huía ante la resignación o la imposibilidad
de cambiar las cosas; por eso que no se consideraba un valiente, los valientes
no huyen y pretenden volver luego con un aire martirizado en sus ojos
entristeciendo a todo aquel que se cruza en su camino. Es cierto que podría
correr hacía ella y enseñarle el rostro del niño que todavía era y ella, tal
vez, le abrazaría para no soltarlo jamás. Destripar los secretos que
atormentaban sus pensamientos y ella, tal vez, con una mirada limpia de
reproches, los entendería. Abrir las ventanas de su pecho, oxigenar la humedad
de su corazón y gritar un te quiero que de tanto repetirlo en su mente había
perdido el significado y ella, tal vez, con los ojos ahogados en lágrimas de
misericordia y amor, curaría la amargura del tiempo colmando su boca de besos.
Pero, para qué comprobarlo, para quedar en ridículo, rechazado, y tener que
marcharte peor de lo que ya viniste. No. Además, estas reflexiones llegaban
demasiado tarde y todas eran demasiado complicadas. ¡Joder, ella estaba casada!
Tenía su vida hecha. Por lo pronto tendrían que huir y él, que ni siquiera conocía
el estado real de su amor por ella ya que jamás pudo expresarlo libremente sin
que por la cabeza de ambos rondaran terceras personas, no tenía ninguna vida
que ofrecerle. Nada. A estas edades no se puede vivir del romanticismo o los
sueños. No. Definitivamente era mejor así, dejar las cosas como estaban y no
remover la mierda que diría el titiritero. Paulette seguiría con su vida, feliz
o no, pero una vida que supongo que es de lo que se trata y él, continuaría
respirando como lo había hecho desde el primer día que la conoció, miles de
años atrás, a la sombra de un olivo que por aquel entonces estaba vivo... como
ellos. Cuando se acaba de leer un libro se cierra y si se tiene ganas se abre
otro. Punto.
Paulette, con paso firme y decidido
se dirigió al cementerio a rezar por el alma de un amigo de la infancia. Al
doblar por la entrada apoyó su cuerpo contra la pared y lloró de rabia. Rabia
de no saber porqué lloraba… por ella, por él, por las ranas que simulan ser príncipes,
por lo ingrata que puede ser la vida. Asomó la cabeza y volvió su mirada. Él,
vestido con su traje de lino más arrugado que los dedos de una sirena y la
maleta de madera en la mano, se alejaba por el paseo de la alameda que enlaza
con el río y un poco más allá con las ruinas del monasterio. Sacó un pañuelo
encajado bajo la manga de su chaqueta, secó sus lágrimas y se encaminó hacia el
eterno descanso del amigo. Se juró entre dientes que jamás volvería a tropezar
con otra sombra.
Qué igual y a la vez qué distinta la última vez que se
habían despedido. Aquella noche, dentro del olivo, acabaron cogidos de la mano
y prometiéndose, con un inocente beso, que todo saldría bien. Hugo y ella
esperarían a Martín al otro lado del río con las bicicletas preparadas para la
huida y una vez juntos se unirían al circo donde ella sería bailarina, Hugo
acróbata y Martín… Martín, con lo listo que era, tal vez sería el encargado de
administrar sus ahorros, y cuando hubiesen reunido el dinero suficiente
comprarían una casa donde los tres vivirían felices, lejos de los curas y de
los padres sobre protectores.
¿La
gravedad? Poca cosa para los sueños.
Las ruinas del monasterio no contaban nada pero si uno
cerraba los ojos, las reminiscencias de la vida aparecían a su alrededor,
físicas y reales, como pesadillas en la noche, atormentando el pensamiento.
El campanario y el arco de entraba
se mantenían en pie pero los tejados de madera de la iglesia y de los edificios
colindantes yacían en el suelo alumbrando así de luz natural el interior y
exponiéndolo a las blasfemias de las aves autóctonas. Sin embargo, el patio no
parecía haber sido maltratado por el paso del tiempo. El pozo se veía libre de
matojos y tanto el extenso jardín lateral como el trasero, donde antaño se
sembraran hortalizas y verduras, parecían bien cuidados. Las paredes de la
iglesia y sus bloques de piedra le parecían latas sobre una valla de madera que
debía derribar y lanzaba piedras contra ellas, girando sobre sí mismo. Una voz
salió de la nada, provenía de detrás de un montículo de piedras caídas y en un
primer momento no supo distinguir si la voz era real o imaginaria:
-¡Eh! ¡¿Qué hace?! ¡Qué aquí viven!- Un
viejo, en lamentable estado de conservación, apareció por detrás del montículo
de piedras.
-No le había visto.
-¿No sabe usted que estas piedras son
sagradas?- Se notaba que había intentado conservar su ropa, llena de parches y
remiendos.
-No para todos.
-Todos somos hijos de Dios y a él pertenece
este santuario. Mucho cuidado con lo que dice sobre estas piedras, caballero.-
Su voz era grave y aunque la iglesia estaba medio derruida aún conservaba esa
tétrica acústica que hace de cualquier voz poderosa una divina.
-Y, ¿puede saberse quién es usted para dar
lecciones?
-Yo soy uno de sus siervos. Me llamo
Benedetto y soy el último de los frailes que habitan estos muros.- Le amenazaba
con el dedo índice.
-Fray Destino.- Susurró, y esta vez su voz
limpia y plana llegó a su destino.
-¿Cómo dice? Hace muchos años que nadie me
llama así.
-Conviene recordar de vez en cuando.-Dejó
caer las piedras que aún sostenía en su mano y se acercó a él.
-¿Quién es usted? ¿A qué ha venido?
-No me recuerdas. Estoy un poco cambiado pero
si te esfuerzas lo lograrás.
-No sé quién es usted. Lo mejor será que se
marche.- El viejo se puso nervioso y retrocedió unos pasos.
-Prefieres que me ponga de espaldas y me baje
los pantalones, tal vez así estimule tu memoria.
-Váyase. Váyase de aquí. Tengo un cuchillo y
si se acerca lo utilizaré.- Miró a su alrededor en busca del cuchillo.
-Mírame
bien. Soy tu San Martín, cerdo de mierda.- Estaba tan cerca de él que podía
oler su aroma a hojas muertas, a perro húmedo y viejo.
-¡Váyase!- El viejo cogió el cuchillo, que
descansaba sobre una piedra, y se abalanzó sobre él.
Con un ligero movimiento de sus
brazos se quitó la amenaza de encima. El viejo cayó al suelo. Le cogió del
pecho y arrinconándolo contra una piedra le puso la punta de la hoja del
cuchillo en la garganta.
-¡Mírame! ¡Mírame bien, te digo! ¿Me
recuerdas ahora?
-Déjeme, por favor. No soy más que un viejo
que no hace daño a nadie. Déjeme, se lo suplico.
Tenía
el rostro maltratado por la vida y el tiempo y durante un segundo pensó que
aquellas cicatrices mucho se parecían a las suyas.
-¡Qué me mires, te digo!
El viejo levantó la mirada del suelo
y tras un instante dubitativo, abrió los párpados y sus pupilas se dilataron.
-¡Tú! ¡Tú! Eres su fantasma que viene a
atormentarme en mis últimas horas. ¡Oh! ¡Ayúdame Dios mío! ¡Dame fuerzas!
-Ahora recuerdas, viejo cabrón.-Empujó más la
punta de la hoja contra su garganta.
-No. No me mates. Te lo suplico. Mírame, mira
como vivo. Ya pagué por mis pecados. Pagué por todos ellos.- Su mirada decayó y
su voz se fue diluyendo, entonando el mea culpa entre sollozos y moqueos.
-¡Debería matarte, cabrón! ¡Arruinaste
nuestras vidas, hijo puta!- Lanzó un grito que derrumbó la parte que quedaba en
pie del campanario.
Arrojó el cuchillo lejos de los dos.
Hizo ademán de darle una patada en las costillas pero se lo pensó dos veces a
sabiendas de que más tarde se arrepentiría. Mirando al viejo tumbado sobre la
tierra encendió un cigarrillo para calmar sus nervios y se fue.
-¡¿Nunca…?! ¡¿Nunca te preguntaste por qué os
parecíais tanto?!
Detuvo sus pasos sin girarse. El viejo intentaba
incorporarse pero las fuerzas le fallaban.
-El Abad pensó que por separado sería más
sencillo que una familia os adoptara…- Su voz había perdido todo rastro de
fortaleza.- Por eso nunca se os dijo que erais hermanos. Vuestra amistad nació
de un vínculo de sangre que desconocíais.
Con un halo de humo a su alrededor, no quiso escuchar las
mentiras moribundas del viejo y continuó caminando.
-¡A mí ya me queda poco para reunirme con el hacedor!
¡Pero tú eres joven!- Se reía como un mal nacido que ve caer a sus enemigos
antes que él- ¡Vive con eso, pequeño bastardo!
Al salir de las ruinas del monasterio, desfalleció. Tiró
el cigarrillo y tras dos leves arcadas vomitó, cayendo al suelo. Con los ojos
ensangrentados y fuera de sí pateó la maleta. Se dirigió al olivo dando tumbos
como un poseso endiablado, se arrodilló delante del él y lo maldijo una y mil veces.
Harto de vivir para nada y deseoso de acabar con todo de una puta vez, recogió
hierba seca de los alrededores sin poder calmar sus gritos y sus llantos y toda
esa rabia contenida, reprimida, la descargó junto con una cerilla dentro del
olivo. No esperó a las llamas, que ya brotaban por ambos lados de la falla, ni
al humo, que en poco tiempo sería visible desde el pueblo; tomó el camino
erosionado en la ladera del monte y decidido a cambiar su futuro desde el mismo
instante en que ardía su pasado, escupió sobre él y desapareció para siempre.
***
-¡Vamos, pequeño bastardo! ¡No te resistas o
será peor!- Fray Destino arrastraba de los pelos a Martín por el paseo interior
del claustro- ¡Te vas a enterar de lo que vale un peine, ladronzuelo!- Gritaba,
consciente de que era observado por lo demás niños, que en ese momento
disfrutaban en el jardín del patio de un pequeño receso en sus clases.
En su interior sabía que partía con desventaja. Los
intentos por conseguir el amor de Paulette debían de ser el doble de los que
Hugo intentara, los esfuerzos triplicados y el tiempo perdido, infinito. Por
eso, robar aquella lata de melocotones en almíbar había sido una mala idea.
Primero porque, al caer del barril, utilizado como escalera para llegar hasta
el último estante de la alacena donde reposaban las conservas, se había torcido
el tobillo y apenas podía caminar. Y segundo porque, pensándolo fríamente, era
preferible pasar hambre a sufrir un castigo desmesurado por intentar calmar los
truenos de un corazón raquítico y acostumbrado a estarlo.
Al doblar una de las esquinas del claustro, todavía bajo
las atentas y melancólicas miradas de los niños que, ante la inminente tortura
que iba a sufrir uno de los suyos, encontraban sus juegos banales y fuera de
lugar, y cerca del despacho de Fray Destino, llamado así porque tras la puerta
de su despacho, con el sonido seco del cerrojo, finalizaba todo: la alegría,
los sueños, la inocencia, la libertad, Martín, escupiendo quejidos silenciosos
por entre los dientes, tuvo la frialdad necesaria para sacar del bolsillo de su
pantalón y sin que los ojos del fraile lo advirtieran un trozo de alambre viejo
y oxidado que clavó, sin pensarlo dos veces, en la espinilla del servidor de
Dios.
Explotaron de satisfacción reprimida los niños al ver
revolcarse al fraile de dolor y alentaban a Martín, que cruzaba todo lo rápido
que su tobillo le permitía, el jardín del patio en dirección a la trampilla de
los perros, un agujero hecho a propósito al pie del muro con la intención de
que los animales pudieran entrar y salir del recinto a realizar sus
necesidades.
Ya en pie y quejándose amargamente, fray Destino vio como
Martín se agachaba para salir arrastrándose por la trampilla. Al ser consciente
de que sus dimensiones físicas no cabían por aquella obertura, cruzó cojeando
el claustro, la biblioteca y la explanada de entrada y en pocos segundos ya
estaba abriendo la pequeña puerta del portón principal del complejo a tiempo de
girar su mirada y ver como Martín corría penosamente por la senda que llegaba
hasta el olivo.
Aún sabiendo que era
imposible que el fraile le siguiera por aquella trampilla, Martín no dejaba de
mirar hacia atrás. Tirando de su pierna como quien tira de un borrico viejo le
alentaba sentir tan cerca la sombra del olivo con sus esplendorosas y mágicas
oberturas medievales, tras ellas, a unos metros, el tronco de pino que cruzaba
el río de parte a parte y al otro lado del río, esperándole, Paulette y Hugo,
que antes del recreo se había escurrido por el mismo camino que él recorría
ahora, con las bicicletas dispuestas para la huida. Ya lo estaba viendo,
acariciando el despertar de una pesadilla. Al poco de atravesar la llanura y la
carretera alcanzarían la caravana del circo y se unirían a él. Con el tiempo,
Paulette se convertiría en bailarina y él en acróbata. Ahorrarían todo el
dinero posible y cuando tuvieran la cantidad suficiente, comprarían una casa y
se casarían.
La vida es así, los
niños tienen sueños de mayores y los mayores de niños. Ya lo veía, acariciaba
ese sueño, cuando al entrar en el olivo una mano le agarró por el brazo.
-Con el tobillo así, no podrás cruzar el río-
Era Hugo, saltándose su propio plan de huida.
-¿Qué?- Martín, sofocado y sin respiración,
no comprendía nada.
-Quédate aquí. Cuando haya cruzado el río te
marchas por el camino del monte. Nosotros te esperaremos al otro lado. Suerte-
Y salió, cayendo sin ser vista una estrella de su bolsillo, por la puerta trasera
del olivo en dirección al río.
Martín, excitado, sin aliento y con un desmayo en
ciernes, apoyó las palmas de sus manos sobre las rodillas y respiró hondo, una
y otra vez, una y otra vez. Cerró un par de veces los ojos intentando desalojar
de su mirada una luz blanca, intensa, que se aproximaba a su mente a través de
ellos; creyó marearse y levantó la cabeza pero ahora esa luz no se apartaba de
su visión y allí donde mirara perduraba su brillo. Miró de nuevo por el agujero
del tronco pero nada pudo ver deslumbrado el paisaje por la estrella que
brillaba dentro sí. Volvió a cerrar los ojos y agitó la cabeza con la intención
de borrarla pero al abrirlos la luz continuaba fija en mitad de su pupila. Se
doblegó cayendo de rodillas al suelo, contemplaba desorientado las arrugas del interior
del tronco y la luz seguía allí con su intensidad intacta. Entonces, desoyendo
los gritos que provenían del exterior del olivo, removió con sus dedos la
tierra y descubrió el cristal deslumbrante, el diamante falso, causa de su
puntual ceguera, engarzado entre hilos de oro.
Era el anillo que la madre de Paulette le regaló al morir.
Salió de su estado inconsciente y observó por la mirilla.
Escuchaba gritos sin saber de donde provenían. Acertó a ver sobre su interno
punto blanco un externo punto negro que se movía rápidamente y sin gobierno a
través de las aguas del río. Fijó su mirada en él, a tiempo de comprobar cómo
su amigo era engullido por las palas del molino.
Con los gritos de auxilio del muchacho aún suspendidos en
el aire como gotas de rocío aferradas a la aguda punta de una hoja, los
frailes, descuidados de su faena, abrieron el portón principal y no vieron más
señal de la tragedia que a fray Destino, arrodillado sobre el puente de madera,
persignando su pecho como un arrepentido el día del juicio final. El molinero
salió de su molino desconcertado, sin saber bien dónde mirar o a quién ayudar.
Después de unos instantes de contemplar el mundo a través
del cristal de una pecera, ignorando quien estaba dentro y quien fuera, todos
imitaron lentamente las señales marcadas en el pecho de fray Destino al
descubrir correr río abajo las aguas tintadas de rojo.
No muy lejos, en el margen del río opuesto al del olivo, escondida
tras un pino, una niña de cabellos lisos como la seda y dorados como la vejez
en compañía, lloraba sin saber que lloraba, arando las furtivas lágrimas al
paso por sus mejillas, virginales y piadosas, un surco de fuego que la
consumiría durante toda su vida y toda su muerte.
Más allá, desapercibido como una hormiga entre elefantes,
casi al otro lado del mundo, un niño huía torpemente por el camino erosionado
en la ladera del monte que le llevaría tan lejos y tan cerca que un día, sin
darse cuenta, con la maleta vacía de trigo y llena de paja, estaría de vuelta.
Porque, desgraciadamente, ningún viaje es eterno ni siquiera bajo tierra.
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