miércoles, 20 de mayo de 2015

LOS FANTASMAS NO COGEN EL TELÉFONO

Sobre un mar de llantos llora el rocío de una mañana dominical. El sueño de azulejos se desvanece bajo la tierra, eterna y húmeda, filtrando al hemisferio sur de tus pies, los míos. Cae de mis mecas, gota a gota como en un reloj de arena, toda la pasión retenida y el féretro blanco que soporta los sufrimientos de una vida se desborda.

Mis ojos apolillados, con las pestañas enmarañadas como una enredadera dejada al azar, necesitan oxigenar de visiones sus pupilas, una espesa niebla se ha adueñado de ellos y tanto tiempo cerrados no les ha hecho ningún bien. Han sufrido tanto que no sé si  logrararecuperarse.  El  silencio  lo  ocupa  todo.  Los  tímidos  rayos  de  sol  que atraviesan como estrellas fugaces la persiana desvelan la profundidad del día. Mi cuerpo desnudo se recoge en el bienestar que le proporciona la manta gruesa que lo envuelve, me abrigo por completo y con su roce intento calentar mi nariz. Tengo las manos heladas desde hace varios días a que, por mucho que las frote la una contra la otra, es itil, no encuentran la paz y el sosiego de una temperatura agradable.
En este santuario, la habitación de mi madre, acobardada en su cama me refugio hipnóticamente en su recuerdo. La suave fragancia de la que presume la almohada tiñe de colores vivos su imagen en blanco y negro. Intento recuperar el calor de su silueta, me desperezo y acomodo distraída y por un instante siento su agradable abrazo dentro de mí, que como una descarga eléctrica recorre todo mi cuerpo para escaparse, ya muy débil, por mis pies, casi muertos de frío y sin alma. Un deseo, una ilusión fugaz, tan lo es eso. Una serpiente que atraviesa las turbias aguas de mi memoria provocando pequeñas reminiscencias de besos, caricias y abrazos hasta que topan, como todo en esta vida, con la orilla y allí, como un espejismo en el horizonte, como el humo que se disipa, como algo que ya no existe, se diluyen, naufragan y las aguas vuelven a la calma. Porque ella está fría, está lejos…
Mis oídos salen poco a poco del vacío y el obstinado grito del teléfono rompe la armonía existencial. Algunas personas no se dan cuenta de que demasiados pésames saturan el vaso de las condolencias, deberían ser consecuentes y dejar pasar unos días. Los fantasmas no cogen el teléfono. No pienso levantarme. No estoy, no quiero estar. Qué extraña suena mi voz, como si la escuchara por primera vez.
El teléfono está en el piso de abajo. Me levanto de la cama como una niña que abandona el útero materno. El espejo que hay delante muestra una imagen desaliñada de alguien que no se reconoce y, aparentemente, acostumbrada a vivir así. Las mecas me arden, siento mi cuerpo húmedo y no recuerdo haber cogido esta manta. Cubriéndome con  ella  salgo  de  la  habitación  de  mis  padres  en  busca  del teléfono, que ha dejado de sonar.
La luz del cuarto de baño está encendida, sus azulejos desprenden el aliento de una desapacible sala de hospital. La bañera rebosa de agua y un pequeño universo de lunares rojos flota creando una serie de inquietantes constelaciones. Es un diminuto mausoleo con vestigios de mi complicada existencia. Me devuelve una grabación idílica de mí misma, de un tiempo que ahora me parece muy, muy lejano y, aún sabiendo que sus respuestas no me gustarían, quisiera hacerle tantas preguntas a mi reflejo. No miente, como el mundo, se muestra tal y como es, soy yo la que tergiverso su visión y contemplo tan lo lo que deseo ver. Por eso lo abandono.
Me dejo llevar por la placidez y el calor que me proporcionan las paredes forradas de madera del pasillo y de las cuales cuelgan las fotografías de varias generaciones. La de mis abuelos maternos, desgastada y amarillenta, predomina por encima de las demás. Sonríen, tal vez conscientes del sereno futuro que les deparaba el destino. Forrar las paredes con señales del pasado es una manera desesperante de aferrarse al tiempo que, persistente y despiadado, pasa y pasa. Es una necesidad básica  dejar un rastro imborrable, como sangre derramada sobre nieve, de que hemos tenido una vida aunque muchas veces la hayamos visto pasar de largo.
En la habitación de mi hermano, después de doce años lo único que ha desaparecido son los pósters que adornaban sus paredes. Por lo demás, sigue intacta. Supongo que pensaban que volvería. No lo hizo. Se ca con la chica que menos gustaba a mis padres y eso que por casa siempre habían desfilado un gran mero de candidatas. Nunca sabes con quien compartis destino. Te aferras al sueño del príncipe azul y su imagen la superpones sobre la silueta de cualquier hombre con un nimo de integridad y honradez, o eso crees. El tiempo es un jurado al que no puedes engañar y ese castillo de ilusiones que al alba luchaste por levantar se ha convertido en una prisión de insoportable levedad que tristemente, en la noche, se viene abajo. Los pequeños detalles por los cuales se recela levemente al comienzo de cada historia, con el paso de los años se convierten en desorbitados rascacielos que no te dejan ver qué demonios viste en él y ahora, donde crecía inalterable el jardín de la felicidad ya sólo queda un terreno baldío de hipocresía y rutina y donde afloraban caricias y besos sólo se respira silencio e indiferencia.
Sigo la senda de mis antepasados. Este retrato de mis padres siempre me cautivó. El pasado es un presente constante dentro de un mundo cansado de girar… y girar, siempre hacia el mismo lado. Son pequeños detalles los que cambian, los personajes se re-disfrazan, las mentiras se transforman, pero los sentimientos no, con ellos no se juega, persisten y son idénticos. Te desprecias a ti misma, te odias, te culpas. ¿Segui con ella o se apiadará de mí? Se la tomaron en mi boda, sentados a mi mesa. Los dos sonríen ajenos a la mentira aunque conscientes de ella. Él la abraza, mintiéndole, ella le coge la mano, sabiéndolo. ¿Cómo pudiste soportarlo, mama? Cómo se puede seguir viviendo sin vivir. Tal vez por mi hermano y por . Yo no puedo soportarlo, me desespero cada vez que sale de casa ¿Irá a verla o tendrá compasión? Cuando le  llaman  por teléfono, ¿se ella?  Intento sefuerte, resistir por mi hija, por la pequeña Celine. No lo consigo, no soy tan fuerte como tú, madre. Nunca lo fui.
Bajar por las escaleras de esta casa es como caminar por una de las ramas de un árbol genealógico. Las raíces, débiles recuerdos enterrados ya tras un cristal amarillento y un marco anacrónico. Las ramas, algunas vivas o al menos en apariencia, otras muertas u olvidadas. Y los frutos, apenas recién nacidos, ajenos todavía a los altibajos que marca la vida y sufriendo muy leve las inclemencias del tiempo, ansían parecer maduros, ir a contratiempo, adelantarse a los ciclos vitales. Resultado de lo que ven de lo que aprenden. Las actitudes de nuestros hijos son el reflejo de nuestros actos.
Siento un ardor frío en las mecas que se propaga por mi cuerpo como llamas sobre hierba seca. Esta ya no es la casa de mis padres, es laa. Vuelve a sonar el teléfono, más cercano, aunque no se mezcla con mi memoria. Cuánta felicidad traspiraban estas paredes. Recuerdo el primer día que pasamos Juan y yo en ella. La casa  estaba  sin  amueblar  y  nosotros  no  teníamos  mucho  para  abrigarla,  todo  fue llegando poco a poco, como debe ser. Ese día hicimos el amor en todas las habitaciones. Tirados en el suelo, como dos animales libres bajo la luz de un sol que no espera nubarrones, éramos dichosos. Siempre me gustó esa palabra: dichosos.
Mi casa es un funeral. El silencio es una inquietud tensa y angustiosa que sólo la muerte respeta. Ya no estoy desnuda. Mi falda es azul y esta blusa blanca con diminutas florecillas verdes fue un regalo de mi hija. Me siento mejor, esta ropa me reconforta. El recibidor de la entrada es un muestrario de la corta vida de Celine. Todo está grabado en fotografías: su primer día, su primer cumpleaños, sus primeros pasos. Es el archivo de sus primeras veces. Sin duda están suprimidas muchas otras: nuestra primera discusión, su primer portazo, su primer desengaño. Tal vez debiéramos enmarcar esas primeras veces, las que menos agradan. Se aprende más de una lágrima que de una sonrisa. Suena y suena el dichoso teléfono. Se va aclarando mi voz y ya no me parece tan ajena.
El salón, que prácticamente no usamos, lo transformé en una biblioteca. Estanterías en las cuatro paredes pobladas de libros y figuras de porcelana. Quise colocar en un rincón, al lado de la ventana, un viejo y cómodo sillón, herencia de una a, junto con una mesilla y una lámpara que alumbrara mis sesiones nocturnas de lectura. Antes me encantaba leer y quería construir un pequeño lugar donde recogerme y sentirme más lida y menos sola. ¿Es qué nadie en esta casa va a coger el teléfono? En medio de la sala enfrenté dos tresillos de segunda mano que compré por Internet. Yo no pienso cogerlo. Mi hija está sentada en uno y mi marido en el otro. Seguirán enfadados. ¿Tan importante es la universidad que escoja? No pienso mediar en ello. De pequeña, pasábamos los veranos en casa de mi a. Recuerdo con cariño este sillón, rozar su tela es lo más parecido a una caricia.
Están como ausentes. ¿Por qué llevará traje si hoy es domingo? Seguro que ha pasado la noche con ella. Y mi hija ya es toda una mujer. Con un rostro fino y pálido, esos rasgos los here de mí al igual que las manos. A las dos nos sienta fatal el negro. ¿No por qué ha elegido hoy ese vestido? No se miran y tampoco han notado mi presencia, ni siquiera Cooper, el fox terrier que le regalamos a Celine por su décimo cumpleaños. A ella le gustó ese nombre, aunque estoy segura de que, aún hoy, no sabe que se lo pusimos por un actor de Hollywood que nos encantaba a su padre y a . Cooper, ven aq. Cooper ven El teléfono vuelve a sonar hasta que salta el contestador.
  - ¡Hola, somos Juan!
  - ¡Mara!
  - ¡Y Celine!
  -“Guau, guau, guau
  -Quieto,  Cooper  (mi  voz  suena  familiar,  reconocible.  Recuerdo  cuando grabamos el mensaje. En ese momento fui feliz, dichosa) ¡Si estas escuchando este mensaje es que no estamos en casa o no queremos coger el teléfono, que es lo más probable! ¡Deja tu recado después de la señal y ya te llamaremos, Ciao!
  -¡¡Arrivederci!!
Veinte años resumidos en un simple mensaje telefónico. Vuelve a sonar y vuelve a saltar el contestador. Una y otra vez. ¡Lo odio, lo odio! Es extraño escuchar el pasado. La vida nunca fluye por el cauce que marcamos. La vida es un río inocente y temeroso que lo trata de llegar al mar, lo eso. Fui yo quien le puso trabas y diques. Fui yo quien se equivocó. La vida hay que vivirla, sin más. ¿Cómo podemos complicar algo tan sumamente sencillo?
Les grito de pie, delante de ellos y ni me miran. Siguen ausentes. ¡Dejad de escuchar el maldito mensaje! Mi hija tiene el rostro bañado en llanto. ¡Mamá está aq, cielo! ¡No llores! Mi marido con la cara desencajada y su mirada perdida en el móvil que sostiene su mano, pulsando una y otra vez la tecla de rellamada. ¡Para, te lo ruego, para ya! No quiero escuchar más mi voz.
Estoy agotada y caigo rendida como una lágrima entre ambos. Un rayo de luz me atraviesa y la verdad se apodera de. Ahora, ahora lo recuerdo todo: la angustia, la desesperación, el dolor sin dolor, el vacío, la traición, la soledad. ¡Qué he hecho Dios mío, qué he hecho! Mi cuerpo tendido en el suelo, triste como una margarita deshojada, se enfría poco a poco y mis mecas, que han perdido el calor de la vida, vierten ríos de sangre sobre la alfombra. ¿Por qué lo he hecho Señor, por qué? Siempre temí ser débil, ahora lo veo todo trasparente y claro, nunca lo fui. Tuve miedo de enfrentarme sola a la vida. No lo estoyno lo estaba. Ahora lo comprendo: el ser humano se recuerda de vivir cuando la muerte anda caliente y la vida ya se enfría. Lo siento, me recogí sobre mí misma y me dejé abatir por la soledad y la tristeza. No supe lo que hacía hasta que ya era demasiado tarde. Lo siento, Celine. Siento haberte dejado sola. Tiemblo como una pequeña llama ante la oscuridad y poco a poco mi cuerpo desaparece, se disipa y las aguas vuelven a la calma. Porque estoy fría, estoy lejos… y estoy muerta.

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