LOS FANTASMAS NO COGEN EL TELÉFONO
Sobre un mar de llantos llora el
rocío de una mañana dominical. El sueño de azulejos se desvanece bajo
la tierra, eterna y húmeda, filtrando al hemisferio sur de tus pies, los míos. Cae de mis muñecas,
gota a gota como en un reloj de arena, toda la pasión retenida
y el féretro blanco que soporta los sufrimientos de una vida se desborda.
Mis ojos apolillados, con las pestañas enmarañadas como una enredadera dejada al azar, necesitan oxigenar de visiones sus pupilas, una espesa niebla se ha adueñado
de ellos y tanto tiempo cerrados no les ha hecho ningún bien. Han sufrido tanto que no sé si lograran recuperarse.
El
silencio
lo ocupa
todo. Los
tímidos rayos
de
sol
que
atraviesan como estrellas fugaces la persiana desvelan la profundidad del día.
Mi cuerpo desnudo se recoge en el bienestar que le proporciona la manta gruesa que lo envuelve, me abrigo por completo y con su roce intento calentar mi nariz. Tengo las manos heladas desde hace varios días así que, por mucho que las frote
la
una contra
la
otra, es inútil, no encuentran la paz y el
sosiego de una temperatura agradable.
En este santuario, la habitación de mi madre, acobardada en su cama me refugio
hipnóticamente en su recuerdo. La suave fragancia de la que presume la almohada tiñe de colores vivos su imagen en blanco y negro. Intento recuperar el calor de su silueta, me desperezo y acomodo distraída y por un instante siento su agradable abrazo dentro
de mí, que como una descarga eléctrica recorre todo mi cuerpo para escaparse, ya muy débil, por mis pies, casi muertos de frío y sin alma. Un deseo, una ilusión fugaz, tan sólo es eso. Una serpiente
que atraviesa las turbias aguas de mi
memoria provocando pequeñas reminiscencias de besos, caricias y abrazos hasta que topan, como todo en esta vida, con la orilla y
allí, como un espejismo en el horizonte, como el humo que se disipa, como algo que ya no existe, se diluyen, naufragan y las aguas vuelven a la calma. Porque ella está fría, está lejos…
Mis oídos salen poco a poco del vacío y el obstinado
grito del teléfono rompe la armonía existencial. Algunas personas no se dan cuenta de que demasiados pésames saturan el vaso
de las condolencias, deberían ser consecuentes y dejar pasar unos días. Los fantasmas
no cogen el teléfono. No pienso levantarme. No
estoy, no quiero estar.
Qué extraña suena mi
voz,
como si la escuchara por primera vez.
El teléfono está en el piso de abajo. Me
levanto de la cama como una niña
que abandona el útero materno. El espejo que hay delante muestra una
imagen desaliñada de
alguien que no se reconoce y, aparentemente,
acostumbrada a vivir así. Las muñecas me arden, siento mi cuerpo húmedo y no recuerdo
haber cogido esta manta.
Cubriéndome con
ella
salgo de la
habitación de mis
padres
en busca del
teléfono, que ha dejado de sonar.
La luz del cuarto de baño está encendida, sus azulejos desprenden
el
aliento de
una desapacible sala de hospital. La bañera rebosa de agua y un pequeño universo de lunares rojos flota creando una serie de inquietantes constelaciones. Es un diminuto mausoleo con vestigios de mi complicada
existencia. Me devuelve una grabación idílica
de mí misma, de un tiempo que ahora me parece muy,
muy lejano y, aún sabiendo que sus respuestas no
me gustarían, quisiera
hacerle tantas preguntas
a mi reflejo. No miente, como el mundo, se muestra tal y como es, soy yo la
que tergiverso su visión y contemplo tan sólo lo que deseo ver. Por eso lo abandono.
Me dejo llevar por la placidez y el calor que me proporcionan las paredes forradas de madera del pasillo y de las cuales cuelgan las fotografías
de varias generaciones. La de mis abuelos maternos, desgastada y amarillenta, predomina
por encima de las demás. Sonríen, tal vez conscientes del sereno futuro que les deparaba
el
destino. Forrar las paredes con señales del pasado es una manera desesperante de aferrarse al tiempo que, persistente y despiadado, pasa y pasa. Es una necesidad básica dejar un rastro imborrable,
como sangre derramada
sobre nieve, de que hemos tenido una vida
aunque muchas veces la hayamos visto pasar de largo.
En la habitación de mi hermano, después de doce años lo único que ha
desaparecido
son los pósters que adornaban
sus paredes. Por lo demás, sigue intacta. Supongo que pensaban
que
volvería. No
lo hizo. Se casó con la chica que menos gustaba a mis padres y eso que por casa siempre habían desfilado un gran número de candidatas. Nunca sabes con quien compartirás destino. Te aferras al sueño del príncipe
azul y su imagen la superpones
sobre la silueta de cualquier hombre con un mínimo de integridad
y honradez, o eso crees. El tiempo es un jurado al que no puedes engañar y ese castillo de
ilusiones que al alba luchaste por levantar se ha convertido
en
una prisión de insoportable
levedad que tristemente, en la noche, se viene abajo. Los pequeños detalles por los cuales se recela
levemente al comienzo de cada historia, con el paso de los años se convierten
en desorbitados rascacielos que no te dejan ver qué demonios viste en él y
ahora, donde crecía inalterable el jardín de la felicidad ya sólo queda un terreno baldío de hipocresía y rutina y
donde afloraban caricias y
besos sólo se respira silencio e indiferencia.
Sigo la senda de mis antepasados. Este retrato de mis padres siempre me cautivó.
El pasado es un presente constante
dentro de un mundo cansado de girar… y girar, siempre hacia el mismo
lado. Son pequeños detalles los que cambian, los personajes se re-disfrazan, las mentiras se
transforman, pero
los sentimientos no, con ellos no se juega, persisten y
son idénticos. Te desprecias a ti
misma, te odias, te culpas. ¿Seguirá con ella o se apiadará de mí? Se la tomaron en mi boda, sentados a mi mesa. Los dos sonríen ajenos a la mentira aunque conscientes de ella. Él la abraza, mintiéndole, ella le coge la mano, sabiéndolo.
¿Cómo pudiste
soportarlo, mama? Cómo se puede seguir viviendo sin vivir. Tal vez por mi hermano y
por mí. Yo no puedo soportarlo,
me
desespero cada vez que sale de casa ¿Irá a verla o tendrá compasión? Cuando le
llaman
por teléfono, ¿será ella? Intento ser fuerte,
resistir por mi hija, por la pequeña Celine. No lo consigo, no soy
tan fuerte como tú,
madre. Nunca lo fui.
Bajar por las escaleras de esta casa es como caminar por una
de las ramas de un árbol genealógico. Las raíces, débiles recuerdos enterrados ya tras un
cristal amarillento y un marco anacrónico. Las ramas, algunas vivas o al menos en apariencia, otras muertas u olvidadas. Y los frutos, apenas recién nacidos, ajenos todavía a los altibajos que marca la vida y
sufriendo muy leve las inclemencias del tiempo, ansían parecer maduros, ir a contratiempo,
adelantarse a los ciclos vitales. Resultado de lo que ven de lo que aprenden. Las actitudes de nuestros hijos son el
reflejo de nuestros actos.
Siento un ardor frío en las muñecas que se propaga por mi cuerpo como llamas
sobre hierba seca. Esta ya no es la casa de mis padres, es la mía. Vuelve a sonar
el
teléfono,
más cercano, aunque no
se mezcla con mi memoria. Cuánta felicidad traspiraban estas paredes. Recuerdo el primer día que pasamos Juan y yo en ella. La casa
estaba sin
amueblar y nosotros
no teníamos
mucho
para
abrigarla,
todo fue
llegando poco a poco, como debe ser. Ese día hicimos el
amor
en
todas las habitaciones. Tirados en el suelo, como dos animales libres bajo la luz de un sol que no espera nubarrones, éramos dichosos. Siempre me gustó esa palabra: dichosos.
Mi casa es un funeral. El silencio es una inquietud tensa y angustiosa que sólo la muerte respeta. Ya no
estoy desnuda. Mi falda es azul y esta blusa blanca con diminutas florecillas verdes fue un regalo de mi hija. Me siento mejor, esta ropa me reconforta. El recibidor de la
entrada es un muestrario de la corta
vida de Celine.
Todo está grabado en fotografías: su
primer día,
su primer cumpleaños, sus primeros pasos. Es el archivo de sus primeras veces.
Sin
duda están suprimidas muchas otras: nuestra primera discusión, su primer portazo, su primer desengaño. Tal vez debiéramos enmarcar esas primeras
veces, las que menos agradan. Se aprende más de una lágrima que de una sonrisa. Suena y suena el dichoso teléfono. Se va aclarando mi
voz y
ya no me parece tan ajena.
El salón, que prácticamente no usamos, lo transformé
en
una biblioteca.
Estanterías en las cuatro paredes pobladas de libros y figuras de porcelana. Quise colocar en un rincón, al lado de la ventana, un viejo y cómodo sillón, herencia de una
tía, junto con una mesilla y una lámpara que alumbrara mis sesiones nocturnas de lectura.
Antes me encantaba leer y quería construir un pequeño lugar
donde recogerme y sentirme más cálida y menos sola. ¿Es qué nadie en esta casa va a coger
el
teléfono? En medio
de la
sala enfrenté dos tresillos de segunda
mano que compré por Internet. Yo no pienso cogerlo. Mi hija está sentada en uno y mi marido en el otro. Seguirán enfadados.
¿Tan
importante es la universidad
que escoja? No pienso mediar en ello. De pequeña,
pasábamos los veranos en casa de mi tía. Recuerdo con cariño este sillón, rozar su tela es lo más parecido a una
caricia.
Están como ausentes. ¿Por qué llevará traje si hoy
es
domingo? Seguro que ha
pasado la noche con ella. Y mi hija… ya es toda una mujer. Con un rostro fino y pálido, esos rasgos los heredó de mí al igual que las manos. A las dos nos sienta fatal el
negro. ¿No
sé por qué ha elegido hoy ese vestido? No
se miran y tampoco han notado mi presencia,
ni siquiera Cooper, el fox terrier que le regalamos a Celine por su décimo cumpleaños. A ella le gustó ese nombre, aunque estoy
segura de que, aún hoy, no sabe
que se lo pusimos por un actor de Hollywood
que nos encantaba a su padre y a mí.
Cooper, ven aquí. Cooper ven… El teléfono vuelve a sonar hasta que salta el contestador.
- ¡Hola, somos Juan!
- ¡Mara!
- ¡Y Celine!
-“Guau, guau, guau”
-Quieto,
Cooper
(mi
voz
suena familiar, reconocible.
Recuerdo
cuando
grabamos el mensaje. En ese momento fui feliz, dichosa) ¡Si estas escuchando este mensaje es que no estamos en casa o no queremos coger el teléfono, que es lo más
probable! ¡Deja tu
recado después de la señal y ya te llamaremos, Ciao!
-¡¡Arrivederci!!
Veinte años resumidos
en
un simple mensaje telefónico. Vuelve a sonar y vuelve a saltar el contestador. Una y otra vez. ¡Lo odio, lo odio! Es extraño escuchar el
pasado. La vida nunca fluye por
el
cauce que marcamos. La vida es un río inocente y temeroso que sólo trata de llegar al mar, sólo eso. Fui yo quien le puso trabas y
diques.
Fui
yo quien se equivocó. La vida hay
que vivirla, sin más. ¿Cómo podemos complicar algo tan sumamente sencillo?
Les grito de pie, delante de ellos y
ni me miran. Siguen
ausentes. ¡Dejad de escuchar el maldito mensaje! Mi hija tiene el rostro bañado en llanto. ¡Mamá está aquí, cielo! ¡No llores! Mi
marido con la cara desencajada y
su mirada perdida en el móvil que sostiene su mano, pulsando una y otra vez la
tecla de rellamada. ¡Para, te lo ruego, para ya! No quiero escuchar más mi
voz.
Estoy agotada y caigo rendida como una lágrima entre ambos. Un rayo de luz me atraviesa y la verdad se apodera de mí. Ahora, ahora lo recuerdo todo: la angustia, la
desesperación,
el
dolor sin dolor, el vacío, la traición,
la soledad. ¡Qué he hecho Dios mío, qué he hecho! Mi cuerpo tendido en el suelo, triste como una margarita deshojada, se enfría
poco a poco y
mis
muñecas, que han perdido el calor de la vida, vierten ríos de sangre sobre
la
alfombra. ¿Por qué lo he hecho Señor, por qué? Siempre temí ser débil, ahora
lo
veo todo trasparente y
claro, nunca lo fui. Tuve miedo de enfrentarme sola a la vida.
No lo estoy…no
lo
estaba. Ahora lo comprendo: el ser humano se recuerda de vivir cuando la muerte anda caliente y la vida ya se enfría. Lo
siento, me recogí sobre mí
misma y me dejé abatir por la soledad
y la tristeza. No supe lo que hacía hasta que ya era demasiado tarde. Lo
siento, Celine. Siento haberte dejado sola. Tiemblo como una
pequeña llama ante la oscuridad y
poco a poco mi cuerpo desaparece, se disipa y las aguas vuelven a la calma. Porque estoy fría,
estoy lejos… y
estoy muerta.
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