EL AJEDRECISTA
-Le toca a usted, maestro.
Saca pieza Vasco. Mueve de valiente. Recuerda cómo empezabas las faenas, cuando te ponías de rodillas frente a la puerta de los corrales y esperabas capote al
suelo a ese morlaco de seiscientos kilos.
Ataca de grande, no te achiques,
que no perciba tu miedo el tendido ni el toro.
Acuérdate de Ridabajo, del astado bravo que lidiaste; más embistes dio el público que
las
astas del toro. Sácale el caballo y te giras desafiante.
-Buena, Vasco, buena. Ahora le doy yo.
¡Cómo
un novillero: echas los peones grandes a bailar el capote! Un mozuelo eras en la alternativa de la plaza de Sotoblanco. La valentía te
salía por los poros. Ni habías oído hablar del miedo. Cogiste el segundo con fuerza y, ¡ah, amigo! ¡Qué
afición hiciste! ¿Te acuerdas el toro suave que te tocó? Qué de rabia te entró. Con las ganas que ponías y la tristeza de bravo que era el cuarto. Aún así saliste por la puerta
grande. ¡Qué tarde, chico, qué tarde! La de años, ¿verdad? Lo menos cuarenta o
cuarenta y cinco. Pieza por pieza. Si no le entras, no hay oreja.
-Tiro la diagonal con
el alfil, maestro.
Caes en la misma, Vasco. Te gustas, te confías y a la que te vuelves de valiente, te caza el muslo. Qué poco recuerdas las cicatrices los días de sol.
Piensa, Vasco, piensa, no te dejes llevar. La pasión en el ruedo te dará la grandeza,
la
confianza las cornadas, lo decía el Chico, ¿te acuerdas? Qué grande era con su metro sesenta. Con la mirada señalaba los recortes, cuando tenías que abanicar, que
apretarte. Cómo le gustaban tus bibaínas. Qué risotadas daba, el jodido. ¡Cuídalo! ¡Cuídalo!
Sacaba su mugroso pañuelo que antaño, digo, sería blanco y lo restregaba por
la nuca resoplando aliviado. Pobre Chico. No lo vio venir. La cornada letal del cáncer le atravesó los pulmones y los mulilleros lo sacaron de
la plaza entre lamentos
crucificados y claveles sin sangre. Tírale la torre y verás
como acula.
-Ah, mi buen maestro, me viene de larga.
Si pinchas, pincho, González. ¿Qué te crees? Te lo dije una vez y te lo vuelvo a
repetir, jamás en la vida
volveré a
repucharme. Prefiero lidiar a cuerpo limpio que agachar
la cabeza de vergüenza. Embiste rabón. Si me comes la torre mi Caballo dará cuenta de tu alfil.
-Maestro, muy a mi
pesar, le doy el jaque.
¡Qué poco respeto se recoge y cuántos envites se quedan con la edad! ‘Na’ más que la solera te queda.
¡Qué lejos quedan aquellas tardes dominicales
cuando el sol deslumbraba y te trataba de usía! ¡Qué lejos las luces, el paseo, el olor del albero, las banderillas, los capotes, los bamboleos!
¿Qué
te queda? Los recuerdos, las cicatrices,
los
trofeos, nada más. Cómo se subían todos al carro en las tardes de gloria para luego
bajarse cuando caía la noche. No te amorcilles
más, mi viejo Vasco, que te den el
descabello y a los corrales, maestro, a los corrales. Ni dos pases te quedan.
-Jaque mate, Maestro.
Cuántos jaques da la vida para
cantar un sólo mate. ¿Recuérdate de Lucía? Eso
fue
lo más duro. ¡Mala mujer, Vasco, mala mujer! Te decían. Pero no quisiste
escuchar y no lo viste venir. Cómo zalameaba
en
el tendido con aquel galgueño mientras tú te jugabas
la vida por ella y sólo por ella. La primera cornada de aquella tarde, la que derramó tu sangre, la que no quisiste lidiar, de frente, en el muslo. La segunda, la que
te barrió dejándote postrado en la arena como un borrego, la que no quisiste evitar,
desde el tendido y en el corazón.
¿Te acuerdas,
González, te acuerdas? ¿Lo larga que
puede ser la vida?
***
La enfermera entró sin llamar. Ni un buen gesto ni un saludo. Tan sólo suspiró mirando la silla vacía frente al maestro, como se habían acostumbrado
a llamarle, preguntándose
qué demonios ocuparían la cabeza de aquel hombre que todos los días, como una liturgia sagrada, jugaba mano
a mano al ajedrez
consigo mismo.
El viejo maestro Vasco González,
sin
mirar a la enfermera, tragó las pastillas
acompañándolas
con
un sorbo de agua y, con un golpecito suave de su dedo, derribó el Rey.
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