miércoles, 20 de mayo de 2015

EL NIÑO DE RUSIA

Abstraído de mi cuerpo, al otro lado de una habitación sin puertas ni ventanacomo una mariposa suspendida sobre su pasado, revivía, desde San Petersburgo.

*

El tiempo se sabía triste. Por alguna razón, días atrás su ánimo había decaído. Madre me había despertado más temprano que de costumbre. La ropa, que mi hermana mayor me ayudaba a ponerme, era la de los domingos. ¿Por qué me tengo que poner la ropa de los domingos? Si hoy es miércoles. La noté preocupada cuando me gritó porque sí. No se lo tuve en cuenta.

Los tres estábamos sentados a la mesa de la cocina pero lo yo desayunaba. Como intentando recordar unos versos que jamás volverían a leer escudriñaban mi  rostro, mcabello, mis  brazos, mis  manos, mi asombro.

Salimos a la calle temprano. Recuerdo como el frío no tenia piedad con mi cara, húmeda por la saliva de Madre, de ese beso que, después de colgarme del cuello la tarjeta, marcó en mi mejilla y que todavía hoy, cuando acaricio su rastro suavemente con las yemas de mis dedos, puedo sentir cómo un escalofrío atemporal recorre las arrugas de mi vejez.
Flotábamos por las calles. ¿Dónde iría mi hermana con esa maleta? Las gentes se dirigían como fantasmas a sus que haceres y los sonidos, adormecidos, no llegaban a mis oídos.
La carnicería de la Sra. Matilde, que nos fiaba a escondidas de su marido. El estanco del Sr. Evelio, ciego desde pequeño, que conocía el valor de las monedas por el sonido que hacían al rebotar contra la madera del mostrador y me daba un sopapo cada vez que intentaba engañarle con arandelas de metal. La librería de Juan el Rojo, como le llamaban aunque no sabía por qué, donde aprendí a viajar sin tener que moverme de casa. Había visto pasar ante mí la vida de todos esos establecimientos que rodeaban nuestra casa, ahora eran ellos los que contemplaban cómo pasaba la a. El que ríe el último, ríe mejor. Qué estupidez. Ni la vida ni la muerte, aquí nadie ríe. Tal vez, con una ligera sonrisa, la distancia. Tal vez.
Observaba las nubes dialogar delicadamente sobre el ajetreo que perfilaban mis ojos, se mecían como barquillos de papel al compás de una canción prestos a formar destinos en las pequeñas treguas que el sol les otorgaba.
Madre corría hacia uno de esos destinos y tiraba fuerte de , con su brazo inmóvil, pegado al cuerpo y mi mano, enrojecida por la presión, se alejaba de la manga del abrigo que tanto odiaba. Mi hermana, a mi lado, tiraba de la solapa de ese abrigo. ¡Cómo odiaba ese abrigo de  chica! Me flanqueaban como dos torres a una letra mermada. Las dos volaban sobre , por . Y el murmullo a mi paso. El viento soplaba y también tiraba de , soplaba fuerte, enconado. Y la tarjeta, bailando sobre mi pecho, quería huir, huir del escenario, alejarse lejos de aquella misteriosa sincronía. Quería volar, quería quedarse atrás. Madre, ¿pero dónde llevo prisa? ¿Pero dónde llego tarde?
Al puerto. Ese muelle alegre en el que tantos días había jugado se había transformado en un rostro serio que lloraba y el único barco amarrado, la Habana, mecía los llantos. ¿Es dónde llevo prisa, Madre? ¿Es dónde llego tarde, Laura? El mar de besos y despedidas. Apenas soy un niño y las luces me parecen golondrinas ardientes cuyas alas se oxidan ante la desesperación de la mañana.
Y la tarjeta empeñada volar, inconsciente de nuestro destino común. No cuál, no dónde. Apenas soy un niño. A Rusia, descubrí. Ahora, Dios di.

Madre, dime algo, ¿Qué pasa, dónde voy? El muelle es una repetición de despedidas. Las dos están impasibles mientras me abrazan y todos los niños, como su primer día de colegio, son empujados hacia lo desconocido sin saber por qué.
Ni siquiera me di cuenta que ya habíamos zarpado. Mis ojos llorosos no dejaban de mirar la firmezcon la que mi  hermana  y mmadre agitaban sus brazos. Sin derramar una sola lágrima, sin una sola explicación, sin una muestra vehemente de cariño se habían deshecho de , dejándome sumido en la más absoluta soledad de un barco repleto de niños, del que lo Dios y el capitán sabían de su destino.

                                                                                   
                                                      ***
      
Su última mañana no le hizo justicia. Triste y aciaga. Demasiado temprana para él. Demasiado destino para tan corta edad. Muchos días han pasado desde entonces aunque para mí ha sido siempre el mismo. Sobreviviendo a su ausencia apostada en el dintel del tiempo...

Sentado en su cama, tranquilo, ajeno a la guerra y a la decisión que Madre y yo habíamos tomado sobre su futuro. ¡Cuánta felicidad esconde la ignorancia! Le miraba desde la puerta. Me crujían las entrañas mientras me acercaba para ayudarle a vestirse.

¿Que por qué tea que ponerse el traje de los domingos si no era domingo? En aquella época aún nos vesamos a gusto de un Dios que jamás se dejó ver. Porque sí, le dije seca y cortante. Él no replicó, bajo su mirada y con la misma tristeza con la que yo me derrumbo cada vez que lo recuerdo, siguió abotonándose la camisa. Ese porque sí, me lleva torturando desde entonces. Estaba rabiosa con el mundo, con la guerra, con Madre pero lo pagué con él. Lo pag con la persona que más me necesitaba.

En la cocina, Madre le preparaba el desayuno. Él, preocupado, le dio los buenos días con la boca pequeña. A ella le doa mirarle. No lo soportaba. Un fuego vivo ardía en sus ojos y sofocaba sus lágrimas en la garganta, pero ya estaba seca. Tuvo que recolocar su voz y, temblorosa, le devolvió los buenos días.
Se podía oír un silencio atronador. De esos silencios familiares a punto de estallar que sin embargo acusan de tener la angustia mojada. Los tres nos sentamos a la mesa pero solo él desayunaba. No podía apartar la mirada de su cara. Quería grabar en mi memoria todos sus rasgos, sus gestos, sus muecas, todo: palabra por palabra, letra a letra del epitafio del actor que interpretaba aquella triste escena.

Al salir a la calle Madre le colgó del cuello la cartilla de identificación. Nunca hablamos sobre aquel día. Se lle a la tumba el esfuerzo que tuvo que realizar para no derramar una lágrima cuando, fijando con dos palmadas al pecho aquella cartilla inquieta por conocer su destino, le be dulcemente y comprendió, rodeada por un mundo demasiado grande para nosotros, que jamás volvería a ver a su hijo.

El viento alzaba los brazos, protestando. No sabría decir de parte de quién estaba. Corríamos, como el que va pero no quiere, hacia la fatalidad. Directos a una separación que no queríamos, que no habíamos buscado y sin embargo necesaria para sobrevivir. Odio a todo aquel que defienda un principio con pos ajenos y un final sobre la sangre de otros. Las calles estaban semidesiertas y pintadas de gris. La mayoría de las tiendas cerradas, por miedo o por ideología y a lo lejos, por las plazas y calles cercanas al puerto, se veía representada la misma escena con similares personajes.
El puerto era una ruina. La brisa arremea con fuerza desde mar adentro pero no podía  con  la  guerra,  le  bastaba  con  salpicar  mejillas,  levantar  faldas  y  desterrar sombreros de sus hogares. Tanto en los límites de un andén como en el abismo del puerto se deshumanizan las despedidas y arraigan en la oscuridad del pecho un temor que aparece siempre bajo la trasnochadora luz de una farola y entre la tristeza de la niebla matutina. Los pocos hombres que había, ancianos ellos, se apartaban como si una lastimera vergüenza les marcara una nea imaginaria que les impedía avanzar hacia sus nietos y la mujeres, sin más lágrimas que derramar, acariciaban a sus retoños con la mirada perdida en la edad de la inocencia.
Los tres de pie, contemplábamos el barco con la misma resignación con la que un anciano contempla, desde el ventanal de una residencia, la puesta de sol. La Habana. Su nombre me lo tatué en los ojos. Aquella mañana, para no olvidarla al cerrarlos, en la cara oculta de los párpados.
Aún hoy, le miro de soslayo mientras Madre le arregla la vestimenta, no me atrevo frente a frente. Le  abrazo  y beso, desde maltura, su cabello que también humedezco con mis lágrimas. Y ella le besa, besa sus mejillas, su frente, sus labios. Pórtate bien. Se bueno y obedece en todo. Empapa sus dedos de saliva y peina, ladeando, su flequillo. Nos veremos pronto, ya lo verás, esto durará poco; hazte la cuenta de que son unas vacaciones, le grita mientras el emigrante sube al barco por la escalinata del tiempo.
Madre me estira de la manga. Cada vez que respiro más de la cuenta siento miles de puñales rasgar mi garganta y caer de punta, como campanadas en un pueblo abandonado, al vacío del estómago. No llores Laura, no llores, que no nos vea llorar. Sonríe como si no pasara nada, me dice. Y él, de pie, nos despide. Con sus botines recién embadurnados y brillantes las arrugas del uso; con sus pantaloncitos cortos y ese abrigo marrón, de chica, que tanto odia. Alza su mano, incrédulo, mientras con la otra se aferra a su pequeña maleta donde le he escondido comida entre sus mudas. Mudas que estarían entretenidas leyendo el libro de cuentos que le regaló Juan el Rojo, que ya no es librero, ni rojo, ni nada. Nos clava sus ojos acristalados, ignorantes; ojos que hoy día, abiertos o cerrados, están perdidos. ¡Qué pena, Señor! Ni siquiera sabía qué ocurría. Yo quería correr hacía él y abrazarlo para no separarnos jamás. No llores Laura, no llores, que no nos vea llorar. Sonríe como si no pasara nada, repite Madre una y otra vez. Pero yo deseo llorar, llorar a su lado, con él. Llorar hasta secarme, llorar hasta enviudar de la vida que me lo arrebató, llorar como quien pierde a un hermano. No llores Laura, no llores, que no nos vea llorar. Sonríe como si no pasara nada Esas palabras murieron a mi madre, esas palabras me morin a
*

Abstraída de  mi  cuerpo,  desde  el  interior de  una  habitación  sin  puertas  ni ventanas, como una mariposa clavada en un trozo de corcho recordaba, desde Madrid.

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