EL NIÑO DE RUSIA
Abstraído de mi cuerpo, al otro lado de una habitación sin puertas ni ventanas como una mariposa suspendida sobre su pasado, revivía, desde San Petersburgo.
*
El tiempo se sabía triste. Por alguna razón, días atrás su ánimo había decaído. Madre me había despertado más temprano que de costumbre. La ropa, que mi hermana mayor me ayudaba a ponerme, era la de los domingos. ¿Por
qué me tengo que
poner la ropa de los domingos?
Si
hoy es miércoles. La noté preocupada cuando me
gritó porque sí. No se lo tuve en cuenta.
Los tres estábamos sentados a la mesa de la cocina pero sólo yo desayunaba.
Como intentando recordar unos versos que jamás volverían a leer escudriñaban mi rostro, mi cabello, mis
brazos, mis manos, mi
asombro.
Salimos a la calle temprano.
Recuerdo como el frío no tenia piedad con mi cara,
húmeda por la saliva de Madre,
de ese beso que, después
de colgarme del cuello la tarjeta, marcó en mi mejilla y que todavía hoy, cuando acaricio su
rastro suavemente con las yemas de mis dedos, puedo sentir cómo un escalofrío atemporal recorre las arrugas de
mi vejez.
Flotábamos por las calles. ¿Dónde iría mi hermana con esa maleta? Las gentes se dirigían como fantasmas a sus que haceres y los sonidos, adormecidos, no llegaban a mis oídos.
La carnicería de la Sra. Matilde, que nos fiaba a escondidas de su marido. El estanco del Sr. Evelio, ciego desde pequeño,
que conocía el valor de las monedas por el
sonido que hacían al rebotar contra la madera del mostrador y
me
daba un sopapo cada vez que intentaba engañarle con arandelas de metal. La librería de Juan el Rojo, como
le
llamaban aunque
no sabía por qué, donde aprendí a viajar sin tener que moverme de
casa. Había visto pasar ante mí la vida de todos esos establecimientos que rodeaban nuestra casa, ahora eran ellos los que contemplaban cómo pasaba la mía. El que ríe el último, ríe mejor. Qué estupidez. Ni la
vida ni la muerte, aquí nadie ríe.
Tal vez, con una ligera sonrisa, la distancia. Tal vez.
Observaba las nubes dialogar delicadamente sobre el ajetreo que perfilaban mis
ojos, se mecían como barquillos de papel al compás de una canción prestos a formar
destinos en las pequeñas treguas que
el sol les otorgaba.
Madre corría hacia uno de esos destinos y
tiraba fuerte de mí, con su brazo
inmóvil, pegado al cuerpo y mi mano, enrojecida por la presión, se alejaba de la manga
del
abrigo que tanto odiaba. Mi hermana, a mi lado, tiraba de la solapa de ese abrigo. ¡Cómo odiaba ese abrigo de chica! Me flanqueaban como dos torres a una letra mermada. Las dos volaban sobre mí, por mí. Y el murmullo a mi paso. El viento soplaba y también
tiraba de mí, soplaba fuerte, enconado. Y la tarjeta, bailando sobre mi
pecho, quería huir, huir del
escenario, alejarse lejos de aquella misteriosa sincronía.
Quería volar, quería quedarse atrás. Madre, ¿pero dónde llevo prisa? ¿Pero dónde llego tarde?
Al puerto. Ese muelle alegre en el que tantos días había jugado se había transformado en un
rostro serio que lloraba y el único barco amarrado, la Habana, mecía
los
llantos. ¿Es dónde llevo prisa, Madre? ¿Es dónde llego tarde, Laura? El mar de
besos y despedidas. Apenas soy un niño y las luces me parecen golondrinas ardientes
cuyas alas se oxidan ante
la desesperación de la mañana.
Y
la tarjeta empeñada volar, inconsciente
de nuestro destino común. No sé cuál,
no sé dónde. Apenas soy un niño. A Rusia, descubrí. Ahora, Dios dirá.
Madre, dime algo, ¿Qué
pasa, dónde voy? El muelle es una repetición
de despedidas. Las dos están impasibles mientras me abrazan y
todos los niños, como su
primer día de colegio, son empujados hacia lo desconocido sin saber por
qué.
Ni siquiera me di cuenta que ya habíamos zarpado. Mis ojos llorosos no dejaban de mirar la firmeza con la que mi hermana
y mi madre agitaban sus brazos. Sin derramar una sola lágrima, sin una sola explicación, sin una muestra vehemente de cariño se habían deshecho de mí, dejándome
sumido en la más absoluta soledad de un barco repleto de niños, del
que sólo Dios y el capitán sabían de su destino.
***
Su última mañana no le hizo justicia. Triste y aciaga. Demasiado temprana para él. Demasiado destino para tan corta edad. Muchos
días han pasado desde entonces aunque para mí ha sido siempre el mismo. Sobreviviendo a su ausencia apostada en el
dintel del tiempo...
Sentado en su cama, tranquilo,
ajeno a la guerra y a la decisión que Madre y yo habíamos tomado sobre su futuro. ¡Cuánta
felicidad esconde la ignorancia!
Le miraba
desde la puerta. Me
crujían las entrañas mientras me acercaba para ayudarle a vestirse.
¿Que por
qué
tenía que ponerse el traje de los domingos si no era domingo?
En aquella época aún nos vestíamos a gusto de un
Dios
que jamás se dejó ver. Porque sí, le dije seca y cortante. Él no replicó, bajo su mirada y
con
la misma tristeza con la que
yo
me derrumbo cada vez que lo recuerdo, siguió abotonándose la camisa. Ese porque sí, me lleva torturando desde entonces. Estaba rabiosa con el mundo, con la guerra, con
Madre pero lo pagué con él. Lo pagué con la persona que más me necesitaba.
En la cocina, Madre le preparaba el desayuno. Él, preocupado, le dio los buenos días con la boca pequeña. A ella le dolía mirarle. No lo soportaba. Un fuego vivo ardía
en
sus ojos y sofocaba sus lágrimas en la garganta,
pero ya estaba seca. Tuvo que recolocar su voz y, temblorosa, le devolvió los buenos días.
Se podía oír un silencio atronador. De esos silencios familiares a punto de
estallar que sin embargo acusan de tener la angustia mojada. Los tres nos sentamos a la mesa pero solo él desayunaba. No podía apartar la mirada de su cara. Quería grabar en mi memoria todos
sus rasgos, sus gestos, sus muecas, todo:
palabra por palabra, letra a
letra del epitafio del actor que interpretaba aquella triste escena.
Al salir a la calle Madre le colgó del cuello la cartilla de identificación. Nunca
hablamos sobre
aquel día. Se llevó a la tumba el esfuerzo que tuvo que realizar para no
derramar una lágrima
cuando, fijando con dos palmadas al pecho aquella
cartilla
inquieta por conocer su destino, le besó dulcemente y comprendió,
rodeada por un mundo demasiado grande para nosotros, que jamás volvería a ver a
su hijo.
El viento alzaba los brazos, protestando. No sabría decir de parte de quién
estaba. Corríamos,
como el que va pero no quiere, hacia la fatalidad. Directos a una
separación que no queríamos, que no habíamos buscado y sin embargo necesaria para sobrevivir. Odio a todo aquel que defienda un principio con puños ajenos y un final sobre la sangre de otros. Las calles estaban semidesiertas y pintadas de gris. La mayoría
de las tiendas cerradas, por miedo o por ideología y a lo lejos, por las plazas y
calles
cercanas
al puerto, se veía representada la misma escena con similares
personajes.
El puerto era una ruina. La brisa arremetía con fuerza desde
mar adentro
pero no podía
con la
guerra, le
bastaba con
salpicar mejillas, levantar
faldas y
desterrar
sombreros de sus hogares. Tanto en los límites de un andén como en el abismo del
puerto se deshumanizan las despedidas y arraigan en la oscuridad del pecho un temor que aparece siempre bajo la trasnochadora
luz
de una farola y entre la tristeza de la niebla
matutina. Los pocos hombres que había, ancianos ellos, se apartaban como si una
lastimera vergüenza les marcara una línea imaginaria que les impedía avanzar hacia sus nietos y la mujeres, sin más lágrimas que derramar, acariciaban a sus retoños
con la mirada perdida en la edad de la inocencia.
Los tres de pie, contemplábamos el barco con la misma resignación con la que
un anciano contempla, desde el ventanal de una residencia, la puesta de sol. La Habana.
Su nombre me lo tatué en los ojos.
Aquella mañana, para no olvidarla al cerrarlos,
en
la cara oculta de los párpados.
Aún hoy, le miro de soslayo mientras Madre le arregla la vestimenta, no me atrevo frente a frente. Le abrazo
y beso, desde mi altura, su cabello que también
humedezco con mis lágrimas. Y ella le besa, besa sus mejillas, su frente, sus labios.
Pórtate bien. Se bueno y obedece en todo. Empapa sus dedos de saliva y
peina,
ladeando, su flequillo. Nos veremos pronto,
ya
lo verás, esto durará poco;
hazte la cuenta de que son unas vacaciones, le grita mientras el emigrante sube al barco por la escalinata del tiempo.
Madre
me estira de la manga. Cada vez que respiro más de la cuenta siento miles
de puñales rasgar
mi garganta y caer de punta, como campanadas en un pueblo
abandonado, al vacío del estómago. No llores Laura, no llores, que no nos vea llorar. Sonríe como si no pasara
nada, me dice. Y él, de pie, nos despide. Con sus botines
recién embadurnados y brillantes las arrugas del uso; con sus pantaloncitos cortos y ese abrigo marrón, de chica, que
tanto odia. Alza su mano, incrédulo, mientras con la otra se
aferra a su pequeña maleta donde le he escondido comida entre sus mudas. Mudas
que estarían entretenidas leyendo el libro de cuentos que le regaló Juan el Rojo, que ya no es librero, ni
rojo, ni nada. Nos clava sus
ojos
acristalados, ignorantes; ojos que hoy día, abiertos o cerrados, están perdidos. ¡Qué pena, Señor! Ni siquiera sabía qué ocurría. Yo
quería correr hacía él y abrazarlo para no separarnos jamás. No llores Laura, no llores,
que
no nos vea llorar. Sonríe como si no pasara nada, repite Madre una y otra vez. Pero yo deseo llorar, llorar a su lado, con él. Llorar hasta secarme, llorar hasta
enviudar de la vida que me lo arrebató, llorar como quien pierde a un hermano.
No llores Laura, no llores, que no nos vea llorar. Sonríe como si no pasara
nada… Esas palabras murieron a mi madre, esas palabras me morirán a mí…
*
Abstraída de mi
cuerpo, desde el
interior de una habitación sin
puertas ni ventanas, como una mariposa clavada en un trozo de corcho recordaba, desde Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario