CHANSON DE L’AUTONME
El sofocante calor nocturno del verano entraba
agrietado por entre las rendijas de la persiana a la que apenas le quedaban dos
dedos para llegar a su final y chocar contra el alfeizar de mármol de la
ventana. La única luz que iluminaba débilmente el salón principal de la casa
provenía de una pequeña lámpara colocada sobre un aparador que dominaba su
pared más amplia. Unos metros por delante, una mesa ovalada sobre dos patas de
araña ocupaba el espacio central. Frente al conjunto, en el otro extremo, un
sofá haciendo las veces de cama, flanqueado por dos tresillos y entre ellos, en
vanguardia, una mesa baja de cristal sobre la que había colocadas
estratégicamente pequeñas piezas de porcelana dispuestas a derrocar, a primera
vista, cualquier objeto que se depositara sobre ella. Un escenario confortable
aunque dotado de un aparatoso señorío, de aspecto fuerte y rococó que poco o
nada tenía que ver con ellos y sumida la dejadez de sus sombras en un
triunfalismo más propio de la época del corsé y las levitas que del siglo
grisáceo y minimalista al que ambos pertenecían.
Sin apenas comer ni beber y con la satisfacción que
produce perder las horas que le sobran al tiempo, habían pasado el día tirados
en el sofá como dos colillas de un cenicero desbordado, dejando que la música y
la calidez del contacto humano aletargaran su pasado inmediato. Ella escondía
su rostro, con los ojos recién bañados, bajo el brazo con el que él la rodeaba
y él, la apretaba contra sí mismo como un moribundo que se aferra a la vida
tumbado sobre la fina línea que separa ambas sentencias universales.
-No
es el momento.- Repetía ella entre canción y canción.
-Nunca
lo es.- Respondía él como un autómata sujeto a unas palabras predeterminadas.
Se necesitaban. El amor les había
defraudado a través de encuentros esporádicos y relaciones poco rentables. Los
príncipes de los cuentos de hadas que habían pasado por la vida de ella en
realidad eran traidores al servicio de un Alí Baba malqueda y miope. El primero, su marido. Sus últimos meses de
matrimonio habían despertado los fantasmas de la primera impresión y desvelado
el carácter que los hacía visibles y ahora, lejos del hogar que había levantado
con verdadera ilusión y de su gata, que ronroneaba todas las noches entre sus
zapatos olvidados, necesitaba recordar la mujer que era, la que sabía que
llevaba dentro bajo capas y capas de rutina y desprecio diario. Sentirse
aliviada entre unos brazos, unas piernas, una pasión sin futuro ni preguntas,
eso era lo que necesitaba. Deshacerse de la piel muerta de la culpabilidad que
conlleva el fracaso y refugiarse en la soledad fría y extraña de la
promiscuidad. Y él, solitario la mayor parte de su vida, anhelaba siempre, como
una suerte perpetua o un sino invisible grabado en su frente al nacer, el amor
absoluto de la mujer imposible, errando una y otra vez el tiempo, el lugar, la
circunstancia y las palabras. Era así como el destino los había unido: vagando por
una plaza de cartón piedra, borrachos y anhelando certidumbres; desorientados y
renegando de un mundo que no comprendían o del que habían entendido mal las
instrucciones. Se complementaban, lo sabían desde el primer día que se vieron,
muchos años atrás, jóvenes e inexpertos. No obstante, el muro de las
circunstancias seguía ahí, imperturbable, y a cada minuto más y más alto. El
reencuentro, tras diez años de vagar por el mismo laberinto de asfalto, había
sido fortuito, por lo que, de antemano, no existía ninguna predestinación
soñada a la que acogerse, y eso era algo que ambos sabían perfectamente. O al
menos uno de ellos.
Se besaron. Mas por hacer algo
relacionado con la necesidad que por placer. Sus corazones se desangraban
careciéndoles de importancia a ellos y al mundo del que tanto ansiaban
desaparecer. Todo les daba igual y el único parche que les quedaba para olvidar
que todo el amor que habían dado se había perdido, como el tiempo, era el sexo.
Él no quería lo uno separado de lo otro. Y ella ya no sentía nada.
-Lo
quiero todo.- Susurraba él una y otra vez.
-No
es el momento.- Respondía ella con una amabilidad casi extinta.
-Nunca
lo es.
Es
que no puedo (y tampoco quiero), pensó ella, sumamente cansada, acompañándole
hasta la puerta.
-Deja
que te cuide.- Suplicaba él rindiendo su mirada al suelo de mármol.
-Siempre
podemos cuidarnos mutuamente…como amigos…- Ella desdobló la cerradura.
-Necesito
más.
-El
sexo es el olvido que necesito para calmar el dolor de mis heridas.- Abrió la
puerta.
-Quiero
más. Quiero amor.- Él salió.
-De
eso ya no me queda.- Le besó la mejilla.
-Como
pretendes entonces que no le odie escuchando lo que dices.- Se derrumbó ante la
perspectiva de soñar una vida basada en una esperanza ficticia. Que detrás del
humo, había fuego.
Bajó
las escaleras muy despacio. Ella cerró las posibilidades y la puerta sin mirar.
-¿Y
ahora qué?- Pensó.
Salió a la calle en el mismo instante en el que la
madrugada bajaba los brazos.
Por
segunda vez en la década abandonaba aquella casa con el mismo camino por
delante y con idéntico resultado a su espalda. Cansado de ser la balsa que
transporta a los descarriados de isla en isla, de ser el otro, el tercero
siempre, recorrió la calle sin saber qué hacer o dónde ir y justo antes de
girar la esquina, miró, también por segunda vez en aquella década, el balcón de
los cigarros a medias, el balcón donde siempre se morían los geranios, el
balcón donde nunca se asomaba nadie. Ya volvía la vista a proseguir su camino
cuando una luz brilló al final del balcón, bajo el umbral de la puerta que lo
separaba del salón en el que minutos atrás soñaba tumbado en el sofá junto a
ella. Quiso creer que tal vez era el blanco de unos ojos que hartos de llorar
consideraban otro destino. O tal vez una trasnochada llama de amor que bailaba
entre dos enamorados principiantes. O tal vez un geranio que renacía de sus
cenizas. Quiso creer tantas cosas que su cabeza se desbordó, sonriendo a media
asta, tan esperanzado como aquellos ilusos creyentes que ven gigantes allá
donde se alzan molinos. Y, reescribiendo sus ilusiones bajo la frágil sentencia
popular con la que los desesperados soñadores se aferran a la vida y desdeñando
cualquier futuro que no arraigara en sus principios esa premisa recurrente de
que no hay dos sin tres, dobló definitivamente la esquina.
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Nacido un nuevo
día, la brisa mañanera del verano reconvertida en el viento frío y primerizo
del otoño arremetía contra la persiana.
Recostó las cargadas vertebras de su
espalda contra el respaldo del sillón y alejó las manos del teclado. Manos, que
de golpear las teclas durante toda la noche se asemejaban más a las garras de
un águila imperial que a los guantes de seda que masajeaban todas las tardes la
espalda de su mujer. Tuvo la oportunidad de matar el último cigarrillo, que no
recordaba haber encendido, con una calada profunda regocijando su pensamiento en
la vacua premisa de la última frase –no hay dos sin tres- y la sobrevalorada
confianza que el mundo le tiene al filamento invisible que la liga al destino.
Así terminaría su relato, con una línea verde e infinita. Chasqueó los labios desilusionado
por ver como el hielo derretido devaluaba su whisky de malta, se colocó los
auriculares y cerró los párpados sumergiéndose en ese pobre pensamiento.
Derramó sobre su
albornoz, que sólo se enfundaba cuando escribía como si eso le ayudara a
despejar la vía que iba desde su cabeza hasta su mano, cuatro gotas de whisky con
agua al sentir una mano tan inesperada como previsible sobre su hombro.
-Siento haberte asustado.
-No importa. Siempre es una alegría
despertar así.
Se incorporó sobre el sillón y recogió
los auriculares del suelo.
-La cama me parece enorme sin ti.
Se levantó del sillón y la miró
fijamente.
-¿Qué? ¿Por qué me miras así?
-Cuantas veces escribí que me mirabas de
esa forma. Tal y como lo haces ahora.
-Y ¿cómo lo hago?
-Serena y confiada. Como si al mirarme
vieras el resto de tu vida.
Se besaron.
-Bailemos
-¿Es preciso? Vayamos a la cama. Estoy
cansada; hace frío y es muy tarde.
-Ayer dejó de ser tarde. Hoy es temprano
y nunca fue más preciso bailar.
Él alargó su brazo y desconectó los
auriculares del ordenador. El sonido de una canción Verlaniana aparcó a un lado
el eco de sus voces. Poco importaban las últimos tramos soñadores y felices de
otras camas cercanas, poco importaba el ficticio entusiasmo con el que una
mirada madrugadora y curiosa les confundía con su propio futuro desde el otro
lado de la calle, poco importaban los vecinos y sus desganas de madrugar, poco
importaba todo y nada pues aquella mañana de un verano que agonizaba a costa
del otoño que renacía era el tercer aniversario de otra madrugada.
-Bailemos, entonces.
♫♫♫♫♫
Les sanglots longs
Des violons
De l’automne
Blessent mon coeur
D’une langueur
Monotone.
Des violons
De l’automne
Blessent mon coeur
D’une langueur
Monotone.
Tout suffocant
Et blême, quand
Sonne l’heure,
Je me souviens
Des jours anciens
Et je pleure.
Et blême, quand
Sonne l’heure,
Je me souviens
Des jours anciens
Et je pleure.
Et je m’en vais
Au vent mauvais
Qui m’emporte
Deçà, delà,
Pareil à la
Feuille morte.
Au vent mauvais
Qui m’emporte
Deçà, delà,
Pareil à la
Feuille morte.
♫♫♫♫♫
Paul Verlaine en boca de Charles Trenet.
---
Tan destemplado como el primer café de
la mañana, sonreía, perdidos los ojos a través de la ventana.
-Buenos días.- Escuchó tras él.- ¿Tienes
preparada la presentación? Recuerda que el director quiere verla antes…- ¿Eh?
¿Juan? ¿Juan? ¿Me escuchas?
-Sí, desgraciadamente te estoy
escuchando.
Se coloco a su altura, frente a la
ventana. Misma camisa, diferente corbata, similar pantalón y los zapatos, nada
que ver los unos con los otros.
-¿La tienes preparada?
-Todos los días, a la misma hora. No se
cansa de bailar solo.
-¿Quién?
-Arriba. La última ventana de la
izquierda.
-Jodidos locos. ¿Sabes que van a
trasladarlos? Van a derribar el edificio y, ¿sabes qué van a construir?
Bingo…Un edificio de treinta y seis plantas…
-No creo que sea la radio. Tal vez un
disco de un pasodoble o música francesa del siglo pasado o quizá sólo esté en
su cabeza… ¿Quién sabe? Daría lo que fuera por escuchar esa melodía; y saber
con quién sueña que baila. Su mujer… su amante… seguro el amor de su vida.
-¿Y quién lleva el proyecto? Bingo, otra
vez. El menda. Bueno, junto con la Gutiérrez pero esa, como si no contara.
-No le importa nada lo que pase en el
mundo exterior y mucho menos el más cercano, la locura que le rodea.
-La muy inútil cree que voy a prestar atención
a sus ideas. El proyecto es mío, coño.
-Debiéramos de bailar más… o un día
cesará la música y será demasiado tarde.
-En fin. Voy un rato a tirarle los
trasto a la nueva… Está buena, ¿eh?… Me la pido… ja, ja, ja, ja… Adiós,
‘colgao’
-La vida es una mentira…esa es la
verdad.
La fría luz del fluorescente acentuaba
los blancos y ennegrecía los grises. El humo del café desapareció al mismo
tiempo que su cuerpo comenzaba a balancearse como si en su cabeza sonaran las
mismas notas musicales que tarareaba un pobre loco tras una ventana, justo enfrente… al otro lado del mundo.
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