PEQUEÑA EPÍSTOLA NOCTURNA
Hola, Eva. Hoy hace veinte años que te escribí esta carta y sigue lloviendo.
Te
habrás fijado que las letras son las mismas aunque en diferente
orden.
Que las frases continúan en invierno y las faltas de ortografía
han
dejado de doler, me las curé con otras.
Durante todos estos años me consolé con el reflejo que guardaba mi memoria
sobre ti. Sobre la ingenuidad con
la que nos mirábamos aquellos
años, años
que
fingimos
ser
adultos. Reduje mi existencia a mirar impasible como el destino doblaba la esquina, una y otra vez… una y otra vez… Mi música se asustó y
las notas hicieron su
maleta huyendo despavoridas
ante el bullir de la tragedia. Quedé en completa soledad,
aislado entre la muchedumbre y
perdido en un laberinto que no admite la auto- compasión en el ser humano.
Inevitablemente me volví loco. Toda psique está labrada
por quemaduras
que se reflejan en la piel, y la vida es una piedra de cantos afilados suspendida sobre
una orante estatua de cristal que al mínimo recuerdo rompe los hilos de agua
que la sustentan destrozando en mil pedazos su (mi) existencia.
Hoy, asentado en esta ciudad de almas, un instinto irrefrenable de yacer a tu lado remueve los
posos del fondo
de mi corazón, de ahí el olor a quemado, a tierra yerma. Fue en otro tiempo, en otra época. Ese manto de arena donde bauticé tu nombre se ha
convertido en un bloque de piedra que la lluvia desluce y erosiona.
Como ves nada cambia, yo sigo siendo aquel soñador amedrentado con yunques en los bolsillos y
tú,
el verso escrito por el rocío de la mañana que descansa sobre el principio del fin. ¡Qué fatalidad! Mirar
tu
nombre veinte años
después y contemplar que
seguimos en el mismo punto, con las mismas tímidas palabras escondidas en unos
labios de mudez crónica y asentados en un butrón medio cerrado.
De mi vida poco quiero contarte,
todo
lo que inventé,
salió mal. La mayoría de los besos que me dieron los pagué, el resto fueron un malentendido.
Alimenté de
parásitos el aire que respiraba mendigando entre pechos de cristal y por poco me duermo con una sonrisa
en
los labios. Plagié mi memoria varias veces, aunque no
recuerdo que hice con ella, lo único
que
sé es que no dejaba de sangrar a través de mis ojos. También me dejé morir una o dos veces y llegué a bailar un vals contigo bajo las frías aguas de
un lago, apenas unos segundos,
suficientes para ver la mentira de la vida y el
cochambroso traje que llevaba para la ocasión.
Decidí caminar, aunque
fuese torcido, avanzando por una cuneta
macabra y desolada. Me fui lejos, tan lejos que sigo aquí. He limpiado con el
dedo índice
las líneas de
nuestra historia. Bajo las capas del tiempo la madera sigue intacta, como la primera vez
que te vi. El sol se hizo platino y la Luna de oro. Disfrutabas el momento. Corrías, jugabas, soñabas al compás de una sinfonía de Satie. Con tu blusa blanca y la falda añil
gozabas
de la vida como velas al viento. La flora, a tu paso, florecía como las manos de
un recién nacido y la fauna hincaba los hinojos
y volaba su chistera como un elegante caballero inglés.
Te encontré cuando te giraste, deshojando margaritas. Fui esa sombra que
murmuraba
tu nombre en la oscuridad y fui también la huella fugaz que dejabas en los charcos de agua expuestos al sol. Los pétalos se deslizaban por entre los dedos de tu mano, algunos deshonrados,
para caer distraídos al olvido y yo me preguntaba cuál,
entre tanta sangre, sería el mío. Intenso
como el trueno,
efímero como el rayo fue mi
amor, el primero, el que no se olvida.
El que no muere por muchas capas de polvo
que caigan sobre él.
Hoy te traigo esas mismas hojas, honradas, que escritas al reverso claman el
mismo lema: ¡te sigo
queriendo! Debí decirte estas palabras. ¡Qué sonrisa la tuya! Las susurré
mil
veces y jamás llegaron a tus oídos. Vivíamos en distintos escalones. Debí decir tantas frases como las que no puedo borrar. Borrar mi moto, borrar tus manos en mi cintura, tu cabello
libre, la sangre, la carretera… Debí
borrar mi vida hasta el día que nací y dejar libre tus pasos y el
camino.
Ayer vi a tus padres. Tantos años han pasado que seguimos en el mismo día.
Caminaban cogidos
de la mano, ligeros, como la
espesa niebla
que
se
levanta
a
sabiendas
de que volverá a caer a la mañana siguiente.
¿Cómo hablarles sin conocer las palabras que necesitan escuchar? ¿Cómo sembrar vida donde no germina la simiente? Tu madre hizo amago de volverse pero siguió caminando. Fue tu padre el que me liberó. Se detuvo ante la incertidumbre de una página en blanco y
se
escuchó el lamento del
tiempo. Yo levanté mi mano como quien pide perdón,
él
alzó la suya como quien perdona. Y los dos aflojamos las cadenas que nos asfixiaban.
Estoy
seguro de que percibes mi aliento. Verás que no me atrevo a venir de día:
las horas son más largas y el mundo más reducido. Prefiero la soledad de la noche donde la calma me
deja
escuchar tu
silencio.
Un
sonido místico, sin
señales
de
reproches ni fatalidades, bajo la batuta de una fotografía que recuerda el instante exacto en el que la felicidad nos coincidió
en
el mismo lugar y a la misma hora. No debí haberlo permitido, no
debí contagiarme
de la euforia. La velocidad
se apoderó de mis sentidos y la vida terminó rodando por
el asfalto. Tú confiabas en mí y no supe corresponder a ese
regalo que me hacías… Lo siento.
Toda mi vida la he andado entre hojas secas. Toda tu muerte la he subsistido entre
penumbras. ¿Qué más puedo decir que no
haya escrito ya?... Que de tanto rechinar
el
alma y sajar el corazón me he acostumbrado
a morir… una y otra vez… una y otra
vez… una y otra vez:
Adiós, Eva. Hoy hace veinte años que
sigo delante de tu lápida, suena un interludio rusticano y
continúa lloviendo.
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