miércoles, 20 de mayo de 2015

PEQUEÑA EPÍSTOLA NOCTURNA

Hola, Eva. Hoy hace veinte años que te escri esta carta y sigue lloviendo.

Te habs fijado que las letras son las mismas aunque en diferente orden. Que las frases contian en invierno y las faltas de ortografía han dejado de doler, me las curé con otras.
Durante todos estos años me consolé con el reflejo que guardaba mi memoria sobre  ti. Sobre  la  ingenuidacon  la  que  nos  mibamos  aquellos  años,  años  que fingimos ser adultos. Reduje mi existencia a mirar impasible como el destino doblaba la esquina, una y otra vez una y otra vez Mi música se asustó y las notas hicieron su maleta huyendo despavoridas ante el bullir de la tragedia. Que en completa soledad, aislado entre la muchedumbre y perdido en un laberinto que no admite la auto- compasión en el ser humano. Inevitablemente me vol loco. Toda psique está labrada por quemaduras que se reflejan en la piel, y la vida es una piedra de cantos afilados suspendida sobre una orante estatua de cristal que al mínimo recuerdo rompe los hilos de agua que la sustentan destrozando en mil pedazos su (mi) existencia.

Hoy, asentado en esta ciudad de almas, un instinto irrefrenable de yacer a tu lado remueve los posos del fondo de mi corazón, de ahí el olor a quemado, a tierra yerma. Fue en otro tiempo, en otra época. Ese manto de arena donde bauticé tu nombre se ha convertido en un bloque de piedra que la lluvia desluce y erosiona.

Como ves nada cambia, yo sigo siendo aquel soñador amedrentado con yunques en los bolsillos y tú, el verso escrito por el rocío de la mañana que descansa sobre el principio del fin. ¡Qué fatalidad! Mirar tu nombre veinte años después y contemplar que seguimos en el mismo punto, con las mismas tímidas palabras escondidas en unos labios de mudez crónica y asentados en un butrón medio cerrado.

De mi vida poco quiero contarte, todo lo que inventé, salió mal. La mayoría de los besos que me dieron los pagué, el resto fueron un malentendido. Alimenté de parásitos el aire que respiraba mendigando entre pechos de cristal y por poco me duermo con una sonrisa en los labios. Plagié mi memoria varias veces, aunque no recuerdo que hice con ella, lo único que es que no dejaba de sangrar a través de mis ojos. También me dejé morir una o dos veces y lleg a bailar un vals contigo bajo las frías aguas de un lago, apenas unos segundos, suficientes para ver la mentira de la vida y el cochambroso traje que llevaba para la ocasión.

Deci caminar, aunque fuese torcido, avanzando por una cuneta macabra y desolada. Me fui lejos, tan lejos que sigo aquí. He limpiado con el dedo índice las neas de nuestra historia. Bajo las capas del tiempo la madera sigue intacta, como la primera vez que te vi. El sol se hizo platino y la Luna de oro. Disfrutabas el momento. Corrías, jugabas, soñabas al compás de una sinfonía de Satie. Con tu blusa blanca y la falda añil gozabas de la vida como velas al viento. La flora, a tu paso, florecía como las manos de un recién nacido y la fauna hincaba los hinojos y volaba su chistera como un elegante caballero inglés.

Te encontré cuando te giraste, deshojando margaritas. Fui esa sombra que murmuraba tu nombre en la oscuridad y fui también la huella fugaz que dejabas en los charcos de agua expuestos al sol. Los pétalos se deslizaban por entre los dedos de tu mano, algunos deshonrados, para caer distraídos al olvido y yo me preguntaba cuál, entre tanta sangre, sería el o. Intenso como el trueno, efímero como el rayo fue mi amor, el primero, el que no se olvida. El que no muere por muchas capas de polvo que caigan sobre él.
Hoy te traigo esas mismas hojas, honradas, que escritas al reverso claman el mismo lema: ¡te sigo queriendo! De decirte estas palabras. ¡Qué sonrisa la tuya! Las susurré mil veces y jamás llegaron a tus oídos. Vivíamos en distintos escalones. Debí decir tantas frases como las que no puedo borrar. Borrar mi moto, borrar tus manos en mi cintura, tu cabello libre, la sangre, la carretera Debí borrar mi vida hasta el día que nací y dejar libre tus pasos y el camino.

Ayer vi a tus padres. Tantos años han pasado que seguimos en el mismo día. Caminaban  cogidos  de  la  mano,  ligeros,  como  la  espesa  niebla  que  se  levanta  a sabiendas de que volverá a caer a la mañana siguiente. ¿Cómo hablarles sin conocer las palabras que necesitan escuchar? ¿Cómo sembrar vida donde no germina la simiente? Tu madre hizo amago de volverse pero siguió caminando. Fue tu padre el que me liberó. Se detuvo ante la incertidumbre de una página en blanco y se escuc el lamento del tiempo. Yo levanté mi mano como quien pide perdón, él alzó la suya como quien perdona. Y los dos aflojamos las cadenas que nos asfixiaban.

Estoy seguro de que percibes mi aliento. Verás que no me atrevo a venir de día: las horas son más largas y el mundo más reducido. Prefiero la soledad de la noche donde  la  calma  me  deja  escuchar  tu  silencio.  Un  sonido  stico,  sin  señales  de reproches ni fatalidades, bajo la batuta de una fotografía que recuerda el instante exacto  en el que la felicidad nos coincidió en el mismo lugar y a la misma hora. No de haberlo permitido, no de contagiarme de la euforia. La velocidad se apoderó de mis sentidos y la vida termi rodando por el asfalto. confiabas en mí y no supe corresponder a ese regalo que me hacías… Lo siento.

Toda mi vida la he andado entre hojas secas. Toda tu muerte la he subsistido entre penumbras. ¿Qué más puedo decir que no haya escrito ya?... Que de tanto rechinar el alma y sajar el coran me he acostumbrado a morir una y otra vez una y otra vez una y otra vez:

Adiós, Eva. Hoy hace veinte años que sigo delante de tu lápida, suena un interludio rusticano y continúa lloviendo.

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