Andrés levantó la aguja y
la
música cesó. En ese momento, todo el interés se centró en el
suave tintineo de la lluvia parpadeando sobre los cristales de la ventana.
-¿Por qué la
gente siempre despide sus cartas con un beso?
-Yo que sé, Juan. Supongo que por cortesía o costumbre.
Ambos quedaban enfrentados al
cristal pero sólo uno se reflejaba.
-¿Sabes?
Yo creo que no. Creo que un beso
es más impersonal que un
abrazo. Si
te paras a pensarlo es lógico. Cuando te presentan
a una
mujer que no conoces se suelen dar dos besos pero si la mujer es un familiar o una amiga le das un abrazo como muestra de cariño. ¿No crees?
-No lo había pensado.
Hace tanto tiempo que no me presentan a una mujer que si lo
hicieran seguramente le besaría la mano.- Andrés apoyó su cuerpo sobre el canto del escritorio.
-¿Te has fijado que las
mujeres de hoy en
día
ya no usan vestidos?
-Claro que usan vestidos,
Juan.-Sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta de punto y sin quitarse
las gafas se limpió los cristales.
-Me refiero a los días de diario. A mí
me gustan las mujeres como antes, con sus
vestidos floreados, sus medias de nailon,
sus zapatitos de tacón…
-Los tiempos cambian. Tampoco los ancianos utilizamos boina y no por eso dejamos
de ser ancianos.- Intentó infructuosamente amagar con saliva un remolino de su pelo
que veía reflejado en
el cristal de
la ventana.
-Yo no dije que las mujeres no sean mujeres. Sólo digo que me gustaban más como
vestían antes. Eso no significa que no me gusten; aclaro que me gustaban más…
Después de un leve golpecito en la puerta, ésta se abrió y un instante después
apareció María sujetando
una bandeja entre sus manos. La hija de Andrés,
después de casarse, la contrató con la triple tarea de cocinar, aliviar la faena doméstica dos veces por
semana y comprobar cada mañana que
su padre seguía con vida. La primera vez que Andrés
contempló la levedad del cuerpo de aquella mujer se sintió como si acabara de
subir un sinfín de escaleras. Cuando se refería a ella lo hacía desinteresadamente
como
asistenta, aún así, ante las reprimendas de su hija alegando que era demasiado arcaico e incluso ofensivo y a las que él replicaba ocultando y disimulando
un fervor interno, qué
de ofenderse tanto tenía como la llamara, terminó refiriéndose a ella por su nombre. Algo que a él, secretamente, le agradaba sobremanera. En la intimidad de su mente, repetía su nombre una y otra vez hasta que conseguía armonizar el tono de las sílabas
con
los latidos de su corazón.
-Buenos días señor Andrés. ¿Se puede?- Su voz miedosa se confundía
con
el sonido incesante de la
lluvia
y Andrés tenía que
esforzarse para oírla.
-Adelante, María. Buenos días.
-Acabo de llegar del mercado. Le traigo una tacita de caldo caliente.
Todas las mañanas, justo después de cesar el sonido del gramófono,
ella le traía
cualquier clase de líquido reconfortante:
un té con limón, poleo con miel, café
descafeinado
con
cuatro gotitas de leche que Andrés, cuando María salía del despacho,
ennegrecía con otras cuatro gotitas de brandy
o, cuando preparaba cocido, caldo
hirviendo.
-Hace frío esta mañana ¿verdad?
-Este frío hace bien- Andrés esbozó una mueca levantando la comisura izquierda de su boca y con ello la mejilla. Un gesto que pretendía parecer a una sonrisa- ¿Ha llamado
alguien?
-No, aún no ha llamado nadie. Pero no se preocupe
que yo le aviso…- Disimulaban, ambos sabían que sólo una persona podía llamar, la única que tenía aquel número de teléfono- ¡Uy! Se me olvidaba-
María salió del despacho con paso ligero y un momento después volvió a entrar con el mismo paso.- Tenga… Feliz cumpleaños-
extendió su
mano, escondida
tras la espalda, ofreciendo un pequeño paquete envuelto en
fantasía.
-No tenías que haberte molestado.- Andrés descubrió el
regalo con delicadeza.
-Lo sé. Pero quería hacerlo.
-¡Ah! ¡Qué…bonito!- El envoltorio escondía un marco para fotos, no muy grande, de
madera oscura, que Andrés en ese momento no acertó a reconocer, con quemaduras
decorativas pirograbadas en sus esquinas.
-Lo he hecho yo.- Con un gesto lleno de dulzura, que conmovió las débiles rodillas de
Andrés, se recogió un mechón del cabello que le caía sobre el
rostro.
-Jamás he visto nada tan hermoso.
-Siempre que entro aquí le veo contemplando la misma fotografía y pensé que sería
mejor enmarcarla antes de que se le deshaga entre las manos.- Con generosa
modestia señaló la
fotografía que descansaba sobre una esquina del
escritorio.
-Muchas gracias, María.- Andrés se acercó y
ambos rozaron sus mejillas. Los besos los lanzaron al aire.- De verás, gracias. Un regalo precioso- abrió sin dificultad el reverso
del
marco y colocó dentro la fotografía- y además cumple su cometido a la perfección.
-Me alegro de que le guste. Bueno… Si
necesita algo estaré arriba.- Se retiró dando pequeños y descoordinados pasos hacia atrás.
-Muy bien. Y gracias de nuevo.- Desde luego, no estaba acostumbrado a sonreír y se notaba.
María salió del despacho y
antes de cerrar la puerta miró con timidez la sonrisa
cérea que Andrés acompañaba con su
agradecimiento. Al escuchar el
sonido hueco de la
cerradura, como si un golpe hubiera recibido, se desplomó
sobre
la banca y quedó hipnotizado mirando su foto, enmarcada ahora en un hermoso contorno añejo.
-Lo ves, lleva pantalones.
-Lo
sé...
Debí haberla abrazado.
La habitación prestada y que María llamaba el despacho,
no era más que una
sencilla habitación cuadrada,
pequeña y de paredes azules. La única luz era artificial, ya
que nada colgaba
del
techo, y al penetrar
por la ventana lo primero que iluminaba era
un escritorio de roble emparejado a un sillón que
Andrés mandó traer
de la escuela
al
día siguiente de cerrarla por falta de niños. Opuesto al conjunto
inherente, quedando a la derecha de la puerta de entrada y
la izquierda de un pequeño hogar que antaño se utilizaba para
cocinar, una mesa camilla con faldas de pana verde sobre la que descansa el gramófono
y al lado de ésta, una banca de madera de tres cuerpos
que Inmaculada se trajo de casa de
sus padres cuando se casaron.
-¿Qué años tendríamos aquí?- Se perdía la mirada de Andrés en el paisaje bucólico de la fotografía, en la que dos niños, sentados entre dos hileras de cepas, comían alegres un trozo de sandía.
-Cuenta los dedos.
-Eso no tiene ninguna gracia. - Se levantó bruscamente y de dos pasos se plantó delante de la ventana donde su rostro acartonado
quedaba iluminado por la frágil luz del día.-
Ninguna gracia.
-Vamos, vamos, viejo. Menos nubes, que para mí sí la tiene.
Acarició el telón de seda que cubría parcialmente la ventana y
observó el cielo con una resignación
que venía de lejos. Toda la inmensidad del escenario era una gran
nube embriagada de blancos y diversas tonalidades de un gris enfermizo, como el cuadro renacentista de un entierro en lunes, y el sol bajando
los
brazos tras ella. Más cercano le quedaban los olivos; en sus hojas, destellos de rocío aparentaban entre la
neblina matutina las estrellas de un firmamento crudo y
otoñal. La lluvia cuchicheaba a favor
del
viento, que soplaba y soplaba contra el cristal de una
ventana
que suplicaba en silencio una mano de pintura para la primavera. Andrés la entreabrió penetrando,
con
la misma vitalidad que recorre un impulso involuntario el sistema nervioso, el aroma humedecido de la sombra de los rosales que tenía justo delante y
que rodeaban toda la
casa a la vera del camino empedrado. La cerró y retomó, con una mano el hilo de sus pensamientos y con la otra la taza de caldo.
-Anda, ¿por qué no me lees lo que has escrito?
Andrés dejó la taza sin probar su caldo, se sentó delante del escritorio y repasó
con
la punta de un lápiz diminuto los últimos párrafos que había escrito la
tarde anterior.
***
-Lo
ves, tienes nueve dedos, no
diez. Tenemos tantos años como dedos. Y cuando
tengamos diez nos crecerá otro dedo.
Se
podía decir que yo era el mayor
porque nací primero.
También decían que éramos mellizos. Yo renegaba de esa palabra y más de una vez me había peleado con
otros
chicos por defender que no éramos tal cosa. Y todo por no conocer su significado. Madre me explicó, que estar dentro
de su barriga era como estar sumergido
en
las profundas y oscuras aguas del océano. Yo no tuve dificultades en salir a la superficie
pero Juan se
entretuvo un poco más y durante un instante le faltó
el
aire. Era por eso
que entendía las cosas un poquito después que los demás.
-¡No! Tengo diez dedos y nueve años. ¡Cómo tú!
Cuando los días andaban revueltos siempre nos refugiábamos
-refugiados en un campo de refugiados- en aquel rincón del campo. Apoyados en la alambrada, lejos de las tiendas, de las burlas de otros niños, del hambre, de los adultos
y desde donde podíamos contemplar a
través de un marco cuadriculado el río, los caminos, los pájaros y el sol.
-Mira mis dedos -le decía-. Verás ahora como tengo nueve. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie-, -te, ocho y nueve. Lo ves, nueve dedos, nueve años.
Desde que
fusilaran a Padre, en paz descanse, y del comienzo de nuestro exilio
mis
ojos habían madurado trágicamente rápido. Me preocupaban otras cosas; me hacía
otro tipo de preguntas; me había acostumbrado al olor que deja la muerte; a pensar rápido; a llevar las alpargatas dos números más grande y no recordaba la última vez que
había llorado. A
mi edad había visto cosas que no debería de haber visto y comprendía situaciones que ni siquiera algunos adultos comprendían. Además, aquella situación en
la
que nos encontrábamos ya la habíamos vivido en España. Allí vivíamos confinados en el submundo
que habitan los señalados con el dedo y sobre los que se murmura a su paso. Madre sólo pedía que nos dejaran en paz pero la ideología de su marido pesaba
demasiado y ante la presión de los que nos rodeaban y
alguna que otra pedrada, nos vimos
obligados a huir. Era
una superviviente. Supongo que Juan
y
yo éramos
demasiado jóvenes para
ese
adjetivo.
Aquella mañana de agosto las preocupaciones estaban a flor de piel.
Los hombres se arremolinaban
en
la caseta de entrada al campo exigiendo explicaciones al comisario francés y las mujeres corrían de un lado para otro como gallinas alborotadas cacareando los posibles
destinos de nuestra suerte. Por eso, para tranquilizar a mi
hermano, nos habíamos alejado del bullicio y
lo
entretenía con un juego infantil que Padre, en paz descanse, me había enseñado cuando vivíamos en el pueblo.
-¡Madre, Andrés dice que tengo nueve dedos!- Madre apareció corriendo por detrás de
una de las tiendas.
-¡Vamos, niños! Dejaos de juegos.
Tenía los ojos más hundidos que
de costumbre y los pómulos acentuados como dos montículos aislados en mitad de la llanura a causa de su extrema delgadez. Le recordaba
blusas floreadas y
algún jersey blanco de pico pero desde la muerte de Padre, en paz
descanse, siempre vestía de negro y eso la hacía parecer vieja y fea; yo la veía asearse por
las mañanas y sabía que no lo era. En aquella época la edad no tenía nada que ver
con
la vejez.
-¿Qué ocurre, Madre?
-Nos echan de aquí, no nos quieren. Somos las sobras y nadie quiere las sobras.- Repetía con
desprecio una y otra vez.
Y
en verdad que nadie nos quería. Nos habíamos convertido
en
seres apátridas
cuya única manera de poder sobrevivir era deambular por el mundo hasta que la muerte
nos alcanzara, como si fuera de ella de quien huíamos. Viejos y viejas, jóvenes y no tan jóvenes, niños y niñas, todos expulsados a escobazos de sus
hogares y forzados a buscar
un trozo de tierra bajo los ojos de un Dios que sólo existía para los vencedores.
Para los nazis éramos comunistas,
el
enemigo del régimen que habían impuesto
por las armas a media Europa.
Para los franceses, que nos habían acogido de mala gana
al
terminar la guerra civil, habíamos
pasado
de ser la carne de cañón que levanta la alambrada que frena al enemigo a ser el exiliado incómodo e indeseable al ocupar
ahora, ese mismo enemigo, la parte de Francia en la que nos encontrábamos. Y para
España, la patria, que decía Padre, en paz descanse, éramos los vencidos. El enemigo
que salía huyendo y a esos, ya se sabe… el muro o la cárcel. Así que, por lo pronto,
nadie quería saber nada de nosotros. Como los vagabundos
piojosos que duermen en un
banco del parque, no hacen daño pero estorban a la vista
y desentonan con
el mobiliario urbano.
El último día, cuando ya corría
por el campo el temor de que los nazis tenían la
intención de devolvernos
a España, el miedo y la resignación se apoderaban de las cabezas de tal modo que cualquier conversación
banal y esporádica se convertía en una perorata filosófica
sobre el final de la vida y
la
ironía de que hasta ella nos llevaran en tren. Aquella noche, intuitivamente, el destino de muchos de nosotros se amortajó. Los
soldados
alemanes nos sacaron del campo sin avisar y
sin
poder llevarnos nuestras pertenencias. Apenas algunas fotografías
que, dobladas,
metíamos entre las costuras de los abrigos para que al registrarnos,
como si fuéramos delincuentes, no las encontraran. Para un apátrida es importante no deshacerse de su procedencia, por si al llegar la
muerte su cuerpo ha de dar explicaciones. Nos condujeron
mansamente y en fila india hasta la estación del ferrocarril situada a las afueras del pueblo, allí, en una vía alejada
de las usuales nos esperaba un tren de
mercancías con
el
portón de los vagones abierto y
unas maderas anchas
colocadas en rampa para poder
acceder a ellos. Los niños no lloraban, los hombres habían claudicado y la misma oscuridad de la noche se retraía ante la mirada
perdida de las mujeres. El silencio era un nudo amarrado a la garganta y unos párpados condescendientes.
Si tratas a un ser humano como a un perro, la primera vez no lo
entenderá y te mirará desconcertado;
la
segunda renegará y hasta es posible que se
abalance sobre ti; pero a la tercera será él
mismo quien se compre un bozal.
Mi
hermano Juan y yo nos refugiábamos entre los faldones
del
abrigo de Madre. La fuerza con la que nos agarrábamos a ella era tal que nuestras uñas
atravesaban
el
abrigo, la falda y se clavaban en sus muslos. Así es el miedo, sin edad ni género y con las uñas largas. Ya en el vagón veíamos como los soldados
alemanes respondían a las súplicas
con
la culata de sus
fusiles. El
sonido que emitió el
portón al
cerrarlo me atormenta cada
mañana y siempre a la misma hora, la de abrir los ojos. El
tren emprendió la marcha.
***
Al adelantarse
la
primera etapa de su vida todas las demás se habían visto
obligadas a seguir el mismo camino. Aunque lo sentía y se negaba a reconocerlo, había envejecido prematuramente sin apenas darse cuenta de ello. En grandes o en pequeños detalles. Por grandes, tenía unas manos robustas y trabajadas pero si se dejaba
crecer
las
uñas sus manos adelgazaban sobremanera quedándose débiles y esqueléticas como si las propias uñas absorbieran todo el esplendor de los años y con ello la vida. Después, se las recortaba y volvían a su condición anterior pero, no por eso se tranquilizaba, todo lo
contrario, se dejaba atrapar, aún
más,
por el desaliño
y la apatía llegando incluso a pasar
semanas sin adecentarse. Por
pequeños: cada día le costaba más trabajo subir y bajar las escaleras y aunque tenía dispuesto un catre en la parte baja de la casa, se resistía a
abandonar el dormitorio
que había compartido con su esposa. La razón por la que no lo hacía era tan sencilla como vaga y
a veces, cuando ya estaba bajo las sábanas y
su vetusto corazón, que latía con la misma indiferencia con la que su portador vivía, le
preguntaba por qué demonios no se desplomaba en el cuarto de abajo, lo tranquilizaba argumentando que a su edad cualquier esfuerzo improcedente
no era una muestra pueril
de superación
o reconocimiento propio sino que se trataba de la jodida y traicionera costumbre de creer que el tiempo no pasa. Y siempre, al bajar el último peldaño, como
un quebranto inversamente proporcional,
subían a su cabeza las agudas y detonantes
palpitaciones del corazón y un calor angustioso recorría la miseria de su cuerpo en busca de un aliento que había perdido hace muchos años.
Por otro lado, la soledad y el hastío le habían llevado a componer en los espacios vacíos que existen entre segundo y segundo acciones subordinadas que ocuparan la tragicomedia del día. De un tiempo a esta parte tenía la manía de atravesar el pasillo
tamborileando
con
los nudillos la pared enmaderada en busca de esos insignificantes
sonidos que se pierden a través del tiempo y que transforman la oquedad de una casa en la calidez de un hogar, transportándolo a otras mañanas en las que esos mismos sonidos que ahora necesitaba forzosamente escuchar quedaban ocultos tras el ajetreo ordinario. O la extravagancia, esta venía
de
lejos, de andar
descalzo por la casa, es verdad que estaba
toda
alfombrada,
para sentir el
frío
en los
pies
y recuperar la sensación
vertiginosa del transcurrir de la sangre por las venas.
Y es que resulta que el tiempo
pasa y demasiados años con la misma carga ya cansan. Y uno
se abandona y
no se reconoce delante del espejo y se desacostumbra y donde antes sonreías ahora bostezas y
te sobresale un bosque de pelos de las narices y tus orejas se descuelgan como dos sábanas roídas pendientes de
un tendedero oxidado y los latidos se
aburren hasta el punto de olvidar su rutina y no saber hacer una cosa pensando en otra. Y te molesta la alegría de los pájaros y deseas que llueva y se jodan los domingos
en
el campo, si no sales tú que
no salga nadie. Y así, hasta los huevos de la prosa, transcurre
la
vida cuando a uno sólo le queda esperar.
-Bueno, no
es lo mejor que has escrito, la
verdad.
-Qué sabrás tú- Andrés se levantó las gafas y descansó los ojos. Últimamente se le
cansaban a las pocas líneas de emprender la marcha.
-Tal vez deberías politizarlo más.
-Se me
da mal
escribir las
letras que no se leen. Además, las culpas no prescriben.
-Pero sí mueren.
Andrés quedó un minuto mirando fijamente a su hermano. Después transportó su cuaderno y la taza de caldo hasta la mesa camilla. Alimentó con un pequeño
tronco la nostalgia, que ardía en el hogar envuelta en una llama azul y
hermosa, y se sentó en la banca. Abrió su reloj de bolsillo sin cadena, una parte marcaba el mediodía y la otra su
pasado. A cada sorbito que daba a la taza de caldo recordaba a su mujer. Había dejado
la
ciudad para dar clases en un pequeño pueblo de la llanura castellana. Echaba de menos la diversidad
de la capital y en aquel pueblo de costumbres y
silencio, lo único interesante, aparte de las clases, era
Inmaculada, la hija del carnicero. Nunca
supo si lo que sentía por ella era necesario para casarse y la única vez que se lo preguntó, se respondió
a sí mismo que, si el roce hacía el cariño lo probable es que el cariño diera paso al amor.
Nunca pudo demostrar la teoría. Se casó con ella al año de llegar al pueblo y tres más tarde la enterraba.
-Pues se va a quedar así.- Andrés pasó la página y después de un ligero pensamiento,
comenzó a escribir.
***
El
preludio del infierno bien podía ser aquel vagón.
Hacinados bloques
de hielo que se equilibraban entre sí susurrando
plegarias. Los viejos miraban a través de las
rendijas y se aventuraban a descifrar nuestra ruta. Unas esperanzadoras otras
apocalípticas, todo dependía del estado anímico del que miraba y si lo hacía por un lado del vagón o por el otro. Las mujeres, que de siempre han sido más valientes que los hombres, -afrontan los problemas conforme surgen, sin
preguntarse si los merecen o si es
justo o no, sólo los aceptan, si pueden los solucionan y si no, continúan hacía delante
sin vacilar. Mirar atrás es un tropiezo seguro- unas de pie, aguantando
la
dignidad, otras sentadas, tranquilizando a sus hijos o a las ancianas que
entre plegarias lo daban todo por perdido.
Los hombres
más jóvenes trazaban en el aire planes para poder salir de aquellos vagones e incluso golpeaban
con
sus propias manos las maderas que
encontraban en peor estado por si la suerte se giraba y descubría algún agujero.
Madre, recostada sobre la madera podrida, acariciaba resignada el cabello de mi
hermano y yo, ajeno a mi propia
pesadilla pensaba
en
una frase que Padre, en paz
descanse, al poco de comenzar
la guerra en España repetía una y
otra vez: El hombre es
un
lobo para el hombre.
El
ser humano es capaz de adaptarse a las situaciones más extremas. A los dos días de viaje el olor a sudor, a orín y a heces ya era soportable. El traqueteo del tren era
una nana lejana que mecía nuestros sueños y en la oscuridad intermitente del vagón ya se distinguía entre el negro y el gris.
***
Después
de dos golpes secos y timoratos, la puerta se entreabrió y asomó la
cabeza de María.
-Disculpe, señor Andrés. Su hija está al teléfono.
Andrés soltó el cuaderno sobre la banca y sin decir nada, salió del despacho.
Cuando un cuaderno o un
libro quedan abiertos sobre cualquier superficie plana parece que sus páginas adquieran vida propia y
se gusten a sí mismas. Es por eso que abren y cierran sus hojas
como las alas de una paloma en vuelo en función del pasaje que más le guste repasar. El cuaderno de
tapas negras de Andrés disfrutaba de esa vida en semi-soledad y sus hojas, en mitad del baile,
no se ponían de acuerdo en cuál era la frase o el párrafo más adecuado para disfrutar
en ese breve espacio de libertad. Tal vez ayudado por una corriente de aire que pasaba a
través de la puerta o una mano fantasmal que quería recordar un pasado mejor y más vivo, las hojas decidieron posarse en una de las primeras páginas
de aquel cuaderno que
prácticamente, salvo por unas
líneas, estaba en blanco:
Tu
ausencia es eco vivo
En
un corazón diáfano
Que
su polvo es revejido
De tan lejos, tan temprano.
Mi
dolor te grita y grita y grita
Y
el recuerdo que lo embarga
Es
una pequeña tirita
Para
una vida tan larga.
Andrés
entró en el despacho limpiando los vidrios de sus gafas con la falda de su camisa.
-¿Qué?
-Vendrán el fin de semana, ella y los niños, su marido tiene que trabajar.- Andrés se sentó delante del escritorio y arrellanándose
en el sillón, contempló con una mirada llena de resignación y nostalgia la cronología
fotográfica de su hija y sus nietos.- Cada vez que hablo con ella la noto más triste.
-¿Por qué no le pides que se
quede aquí una temporada?
-Ya lo hice y siempre responde lo mismo: para
las vacaciones de verano.
Luego siempre surge cualquier excusa y ahí queda todo, sin más explicaciones, como si fuéramos dos
extraños. A este paso tendré que imaginarme cómo evoluciona la cara de mis
nietos.
-Tal vez si fueras menos cascarrabias.
Andrés conocía a la perfección la cara de su hermano de tantas miradas que le
clavaba.
-¿Crees que se va a divorciar?
-Estoy convencido. Y no sabe cómo decírmelo. Y tampoco que no hace falta que me lo diga… Los niños serían más felices viviendo aquí… Y ella.
-Y tú.
A
los tres días de viaje, con hambre, sed y sin aire fresco que respirar los
animales que aún quedaban en pie se transformaban en meras figuras de porcelana que
apenas podían respirar. Los géneros se confundían y
la humanidad
se había
convertido en un recuerdo borroso o un sueño infantil. El tren tan sólo había parado un par de veces, en mitad de algún bosque o llanura y siempre por un breve espacio de tiempo. Ya nadie oteaba el exterior,
ni les importaba
la
dirección o el sentido
de la marcha... ¡El sentido!.. Nadie hablaba. Ni un susurro, ni un lamento, ni una plegaria a la
que agarrarse o una
esperanza en mitad del trayecto. Nada. Silencio.
-Ya, ya. Para Juan, vas a despertar a todo a la gente.
-Quiero irme a casa, Andrés. Quiero irme a casa.
-Lo sé, Juan. Yo también.
Pero aún falta un poco para
llegar.- Los dos
nos incorporamos
y, sentados con las piernas entrecruzadas, veíamos a través de las rendijas del vagón algunas estrellas en
el horizonte justo por
encima de una hilera de pinos.-Ahora
duérmete y
verás
como cuando despiertes ya hemos
llegado.-
Desde que saliéramos de
España siempre y para tranquilizarlo le engañaba con el mismo cuento: nos vamos a vivir otra casa, donde seremos más felices y
nadie nos lanzará piedras. Él asentía y sonreía, como si no me escuchara.
-Mira, un río. ¿Será el mismo río que había en el campo?- A lo lejos, la luna caía sobre
una balsa de agua, que Juan confundió con un río, descubriendo pequeños destellos
plateados que alteraban la oscuridad.
Atinó a sacar
un dedo por una rendija y al contemplar lo delgado que
estaba, casi
descarnado,
noté
un crujido, un trueno en mi interior. Saqué mi dedo por la rendija sólo
para sentir el
roce entrañable de su piel.
-Mira. Dame tus manos.- Cogí sus manos heladas y toda la
superficie de mi cuerpo se estremeció.- Abre
bien los
dedos.
En
todo el trayecto no se había quejado.
Ni del hambre, ni del frío, ni del olor. Nada. Sólo quería salir de aquel vagón
y volver a casa.
-Escucha. Atento. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie-, -te, ocho y nueve… ¿Ves como tienes nueve dedos?-
Él miraba sus manos y las mías pero no veía; no estaba allí.- Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie-, -te, ocho y nueve… Nueve dedos. Ahora, hazlo tú. Venga.
-Sí, Andrés, sí. Uno, dos, tres, cuatro, cin…
-…Co, seis, sie-, -te, ocho y nueve.- Me miró a los ojos y sonrió. Apreté sus manos entre las mías y juntamos nuestras cabezas de frente de modo que podía contemplar a
centímetros de distancia lo cruel que puede ser la vida algunas veces. Se me humedecieron los ojos pero ya no me quedaba nada con que llorar.
En
la noche del cuarto día el tren aminoró
la
marcha y alguien alertó de que llegábamos
a una
estación. Todo el mundo en aquel vagón
se puso
en pie e inconscientemente comenzaron
a adecentar su aspecto. Jamás he olvidado el absurdo instante en el que Madre
nos peinó con los dedos
de su mano empapados en su propia saliva. El tren paró.
Aquello parecía una fábrica a medio construir
o algo similar. Por la rendija veíamos a
soldados
alemanes gritando y
empujando a unos hombres que iban vestidos con pantalones y camisas a rayas. Nos entró el pánico y
todos reculamos alejándonos de la frontera de madera que nos separaba del
horror. El portón se abrió. La luz de los focos no dejaba ver que teníamos delante aún así, y sin entender lo que los soldados gritaban, todo el mundo bajó en silencio.
Quince
vagones… y el ganado, cabeza gacha, bajando de
ellos. Dos soldados al pie de la rampa se encargaban de separar a los
hombres de las mujeres.
Familias enteras,
Padres, Madres, Abuelos,
Nietas…
Empezaron
los gritos, los
llantos y
la confusión.
Los hombres que vestían los uniformes a rayas traducían en un mal español lo que gritaban los soldados. Algunos niños
eran arrancados de los brazos de sus madres obligándoles a
formar
una
fila. Menos de diez, decidle que tenéis menos de diez años, repetía uno de los hombres
con
el traje de rayas, cuando os pregunte, decidle que tenéis nueve años.
Apenas fueron
unos minutos. Separados
todos los hombres a una distancia del tren, obligaron a sus mujeres, sus madres y
sus hijas, a subir de nuevo al vagón. El
soldado alemán se dirigió hacia los niños que cómicamente intentábamos formar una fila y
el
hombre del traje a rayas, desde lejos, repetía con toda la rapidez de la que era capaz y sin
apenas tomar aliento la misma frase: decid que tenéis nueve, decid que tenéis nueve. Yo era el primero de la fila y cuando el soldado se dirigió a mí golpeándome en
el pecho con la culata del fusil me quedé petrificado y sentí un intenso calor bajando por
mis
piernas. ¡¿Wie alt!? Decía el soldado. ¡¿Wie alt!? Y el hombre del traje a rayas: dile tus años, dile tus años. Al tercer o cuarto culatazo acerté a decir entrecortado, nueve. Y el hombre del traje a rayas gritaba: con los dedos,
niño, con los dedos.
No recuerdo muy bien como logré sacar el valor suficiente, yo que me creía mucho más maduro
que los niños de mi quinta, yo que desde la muerte de Padre,
en
paz descanse, me había convertido en el cabeza de familia pero logré levantar, más por el frío que
por el miedo o la lucidez, ocho dedos. Un instante después,
fruto de un culatazo, caí en mitad de un
charco. Sube al tren, rápido, sube al tren, me gritaba el hombre del traje a rayas. Y arrastrándome
llegué hasta el pie de la rampa. No sé si empezó a llover o ya estaba
presente durante toda la escena pero en ese instante levanté la cabeza muy despacio y un escalofrío
atravesó mi cuerpo al
ver
a Madre, desde el vagón, clamando lo que ocurría a
mi espalda: el soldado
alemán golpeaba a mi
Juan con la culata del fusil.
Y Juan decía: nueve. Y repetía: nueve. Pero el soldado
alemán no lo entendía. Y volvió a repetir: nueve. Y el soldado alemán lo empujaba con la culata del fusil: ¡¿wie
alt?! ¡¿Wie alt?! Y el hombre del traje a rayas le gritaba: ¡señálaselo con los dedos,
con los dedos!
Y
ese tiempo, que es más listo que una rata, se detuvo, para que jamás olvidara ni uno sólo de sus segundos.
Me temí lo peor. Lo vi claro, tan claro como la luz del día
que añorábamos.
Sabía
lo que
iba
a suceder y negué con
la
cabeza y negué
con la boca y con los ojos
y con el alma. Y Juan no dejaba de mirarme, asustado. Y yo no dejaba de
negar. Y Madre, con la garganta ensangrentada, no dejaba de gritar y llorar y le
arrancaban el abrigo y la piel las mujeres que sujetaban su desesperación dentro del vagón. Y el soldado lo empujaba con ira: ¡¿wie alt?! ¡¿Wie alt?! Y el hombre del traje a rayas le gritaba: ¡dile tu edad niño del demonio, díselo con los dedos o nos matará a todos, condenado!
Pero
Juan no entendía
nada. No entendía
por qué yo negaba con la cabeza y con la boca. No entendía por qué a Madre no le dejaban llegar hasta él y abrazarlo. No entendía lo que el soldado alemán le gritaba y desde luego tampoco entendía por qué aquel hombre vestido con un traje sucio y a rayas negras y blancas le llamaba tonto. Y ahí, justo ahí mi memoria se volvió
de piedra: se orinó en los pantalones, levantó los brazos con las manos bien abiertas, enseñando
sus diez esqueléticos dedos, y humillando su cabeza repitió: nueve.
A todos esos niños de diez años y los que ellos creían por la estatura que eran más hombre que niños los juntaron con el grupo que formaban nuestros hombres,
como
soldados voluntarios, cerca de unos barracones. A las mujeres y a los niños que tuvimos más suerte, o lo que fuera, nos devolvieron al tren que emprendió de nuevo la marcha, enmudecida por un clamor de llantos y gritos, sin rumbo fijo. Pero esa historia está en
otro cuaderno.
Aquella fue la última vez que vi a mi hermano. A través de una rendija del
vagón, de pie, bajo la lluvia, entre sus compatriotas, niños y mayores que lo abrazaban y consolaban con
una palmada en la espalda.
Con sus zapatos embarrados y los cordones
sin
atar, sus pantaloncitos
cortos que le dejaban al aire unas piernas delgaduchas y
pálidas. Envuelto en un abrigo que le regaló un vecino muy
bueno cuando vivíamos en
España y una mirada incrédula que alternaba entre sus
manos, abiertas y
apoyadas
en
el abdomen, y el tren que se alejaba del campo de concentración.
A
veces, repasando los recuerdos, me he preguntado
porque no tuve el valor de quedarme con él, de saltar del vagón y compartir el
destino de mi hermano. Me he preguntado si tal vez fue consciente de lo que nos ocurrió. Si toda la culpa fue mía o por el contrario, con aquella mirada, tan tierna, inocente y resignada,
me
decía que aceptaba cualquier otro destino que no
fuera volver a subir a
aquel maldito tren y vagar por el mundo huyendo de algo que no
comprendíamos. O si no entendió mis negaciones: ¿no, a qué? No enseñes los dedos,
no le digas la verdad, no
recuerdes el estúpido juego ¿no, a qué?
Jamás supimos nada de él. Madre sobrevivió
muchos años con la esperanza de verlo aparecer por el camino de tierra que llevaba a nuestra
casa en el único pueblo
español donde no nos juzgaron al llegar. Envió miles de cartas y rezó y rogó hasta que
se le descarnaron las manos y las rodillas. Pero nada.
Y yo…
Yo respiro a tientas dentro de estas cuatro paredes azules donde cada día es un suplicio. Donde la amargura y la culpabilidad de haber sobrevivido a
mi
hermano mellizo todos estos años me
impide salir al exterior. Como si esta habitación,
donde se iluminaron las tinieblas
al
apagarse
las luces, fuera mi penitencia, mi eterno vagón de
mercancías.
***
Andrés levantó el lápiz y la mirada del cuaderno y sintió el frío de la soledad en los dedos de los pies.
Ya nadie existía a su alrededor.
Apretó los dientes con fuerza y una lágrima furtiva y rabiosa le cayó del ojo izquierdo.
Se levantó lanzando
bruscamente el sillón hacia atrás, cogió el cuaderno y
lo
arrojó al hogar donde
languidecían los últimos resquicios de la puta nostalgia.
En el umbral de la puerta se esforzó
por decir algo, una palabra, una disculpa, una felicitación… no encontró
nada
que no le hubiera
dicho ya mil veces. Salió dejando atrás sus fantasmas y las alas del cuervo que oscurecían la habitación, recorrió el pasillo sin rozar
siquiera las paredes asqueado
de esos sonidos que
ahora se le atragantaban repugnantemente en la garganta. Al llegar al pie de la escalera miró hacia arriba y en su pendiente infinita dejó salir, más que un suspiro, una bocanada de aliento tedioso que hizo temblar sus labios y su memoria. Recordó el único motivo que tenía para subir
las
escaleras y retrocedió sobre sus pasos pensando
que, a más edad tiene uno menos
motivos encuentra para seguir arrastrándose. Entró de nuevo en el despacho, se tumbó en la banca y allí, consciente de que a la mañana siguiente María protestaría
al
verlo tumbado sin ni siquiera una manta que lo protegiera del
frío, encontró las
únicas
palabras que tenían sentido en ese momento: A la mierda todo.