miércoles, 30 de octubre de 2013

CACHIVACHES



Quedó documentada la traición del mayor de los optimistas que, sospechosamente y sin indicios que lo predijeran, marchó de madrugada.
Un domingo de abril, según el artículo, tomó su último baño.
Según su perro, testigo fiel hasta el final, la bañera estaba medio vacía.

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¿Verde? Carece de sentido. Quimérico.
¿Gris? Ilusionante pero sin permiso.
¿Negra? Al menos sería visible.
Blanca. Sí, la soledad es blanca, como la inútil lista de la compra y las velas de coco que olvidaste.

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No ansío conquistar el mundo, tan sólo el escaque que tú ocupas.

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Vivir solo.
Desayunar solo.
Domingo de sofá de costado y en cuclillas (y solo).
Comprar comida de tres minutos en dos.
Cenar de pie en la cocina.
Hablar solo o en compañía de quien no contesta o no sabe.
Deshacer media cama en la noche,
estirar media sábana por la mañana…

Cuando quieras me paras, ¿eh? O es que también vas a dejar que muera solo entre tanta desolada redundancia.

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Cabizbaja suena la melodía entre las hojas del almendro. Bajo ellas, el libro queda mudo y poco a poco desaparecen las letras, las palabras… ¿Será así el modo en el que se auto acaricia el final, sin fanfarrias quejumbrosas ni números al pie de página?

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De cada recuerdo saldrán dos:
Uno será el que yo escriba.
Otro, muy distinto, el que tu leas.
De cada nuez, dos cáscaras:
Una por la que yo viva.
Otra, de la que tú reniegues.

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¡La de versos que se perdieron entre mis dedos creyéndome yo palmípedo! Y ahora, desmemoriado gilipollas.

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Mi libertad acaba en los límites de tu cama (y mi felicidad, a las siete y media de la mañana).

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Pagan vida mis ojos por soñar con los tuyos.
Pagan prenda mis pasos por soñar dejar huella en los charcos.

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CACHIVACHES 

                                                  A las musas de imagen, palpables pero ausentes.


Está de moda depilarse.

No va conmigo. De vez en cuando me gusta, ante la perspectiva de una intrínseca mirada que no me mire, me traspase o de que el fantasma de un vestidito verde de seda aparezca en la noche y me susurre con caricias: ‘no te muevas, este es el sueño indiscreto que precede al día más hermoso de tu vida’, sentir mi bello erizarse cual escarpias. Llámenme raro.

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Al fin y al cabo, y trastocando las palabras del maestro, el olvido es síntoma de que hubo memoria (y de la memoria recuerdos y de los recuerdos castillos y de los castillos las torres y de las torres ventanas y de las ventanas princesas y de las princesas su rostro y de su rostro sus labios y de sus labios los míos y de los míos los besos…Y los besos, afortunadamente amigo mío, no se olvidan jamás.

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En los últimos treinta días contemplando ansioso el teléfono no he recibido llamada alguna.
En el treinta y uno, la posibilidad de que llames es la misma, sigue intacta, sin embargo la probabilidad viene siendo escasísima, casi nula, ya que, aun manteniendo el hilo numérico que nos unía y el anhelo unilateral de que así lo hagas, si no lo has hecho en un mes, ya no lo creo.
El mes que viene fijaré la estadística en el timbre de la puerta, tal vez haya más suerte, ¿quién sabe?

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Sonaba chirriante, agotada, lejana, como el viento que apresa una voz y no la devuelve. Igual. En esas, cesó la música y me quedé sin silla y sin ella.

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En sí mismo murieron los dos. Unos dicen que de hambre otros, que perdió la razón.
Yo no sé mucho de la vida. Lo siento.
Aún menos de la muerte. Al tiempo.
Se por locos de la cordura.
Sé por mí de la locura.
He sentido el vivo sufrimiento
y me he quejado sin dolor.
Por eso créeme si te digo, y no miento,
que algunos mortales se mueren de amor.

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Pasó la estrella,
quedó la estela.
Se difuminó la estela quedó el humo. Del humo la sombra, la sombra mía.

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La versión original de sus vidas cuadraba perfectamente con el hilo musical de este mundo de sobras redondo. Como consecuencia, estaban predestinados.
Él era un ciego enamorado del cine. Ella doblaba voces.

miércoles, 23 de octubre de 2013

CACHIVACHES


Últimamente las esperadas respuestas se están escondiendo tras el silencio. Y es una pena, porque tanta sonrisa convexa está provocando la extinción de las preguntas (y los valientes).

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Al escuchar la incertidumbre, la luz de su boca deslumbró el presente y la imagen de lo que era se convirtió en una sombra ciega y muda.

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No pude contar contigo y conté hasta diez.
Nadie llamó a mi puerta y seguí hasta treinta y cinco o cuarenta (desde aquí no recuerdo).
Pasó el otoño en el cincuenta; llegó el crepúsculo y la noche y yo llegué a setenta.
Ahí perdí el infinito y la cuenta de las hojas muertas.

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Sospechosamente tarde llegó la poesía a mis manos. Es conveniente recelar de si habrá otra primavera.

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Los expertos en el mundo ilusionista me comentan apesadumbrados que es el verso más hermoso y triste que jamás hayan leído. Yo les explico, satisfecho, que sólo se trata del reflejo voluntario de una imagen invisible, como tú:

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domingo, 20 de octubre de 2013

CACHIVACHES


Algo que sin serlo ya fue.
Un eco sin espejo. Un reflejo sin voz.
Eso fuimos tú y yo.

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Hoy, que el tiempo no me duele, leo tus versos de mi propia letra y sonrío. Qué lejos queda ya la tinta con la que se escribieron. Es por eso que sonrío.

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Llueve y al otro lado del cristal se vislumbra la respuesta en dos gotas de agua que como dos mitades de un mismo culto caen a golpes, dichosas uniendo sus pestañas y suenan clavicordios a su paso. A éste lado, la tormenta. Silencio. Qué hermoso debe ser coincidir.

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En los pentagramas indelebles de mi pecho ella escribió el réquiem de la libertad eterna.

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Al caer desde lo alto de la torre se volvió un iluso.
Del rostro pasó a la sombra.
De los versos a la métrica y del corazón al nombre.

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En esta noche de otoño menguante corre el insólito rumor por mi cuerpo de que en el tuyo vuelve a ser primavera creciente. ¿Qué cosas, verdad? Y yo pensando que estaba extinguida. Y era yo.

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En un otoño florido bajo la tempestad soleada de una noche se lo merendó el tiempo. Distraído, sobre la hierba de mármol, jugaba con otras sombras y sin hambre que lo reclamara se le olvidó resucitar.

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Entre aromas extintos y adverbios de tiempo me pregunto si entre ambos aún no existe un todavía y antes de abrir los sueños me aferro a esa posibilidad dogmática como una piedra volcánica a un candente quizá.

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No pienso en el horizonte por no ver el mañana y mientras el verdugo acecha a la más sensible de mis manos la tentación cuadrada duerme expectante a mi lado.

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De mal grado acepta mi interior el tuyo. Mortecino, como el arrabal de una ciudad fantasma cuyo algoritmo muere en la base unitaria de tu boca; fuimos una ecuación inexistente como las cosquillas de una estatua. 

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En el borde de la estantería suena un clamor de gritos y desesperanzas: son fotografías rasgando el vacío.  ¿Qué pasó?, me preguntan. Egoístas somos. ¿Por quién vivirán ahora? 

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Sentarse a la sombra de un vacío ilegal, sobre la mullida hierba de un universo cretino y visceral. Creer como absoluto lo que el eco regaña a las parejas en el jardín botánico; la rabia de no ser nos, sin olvidar el pasado y desdeñando el futuro de un presente caduco. 

*

Aléjate del verbo y la muerte se será cuerpo.

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jueves, 10 de octubre de 2013

POEMAS


Esta historia se cayó, como se cayó
del cielo un ángel desvalido.

Esta historia se venció, como vencieron
las fuerzas al herido.

Esta historia se acabó, como acabó
el amor y su dulce melodía.

Esta historia terminó, como terminó
con este adiós este día.

Esta historia se despide, como se despide
del invierno el frío.

Esta historia se murió, se murió en esta ciudad, se murió como se muere el río.



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Nada escucha el que no deja.
Nada dice el que no piensa.
Nada arranca el que no siembra.
Nada logra el que no sueña.

Nada acaba si no empieza.
Nada pierde el que no apuesta.
Nada muere sin su vida.
Nada tiene el que se olvida.

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Tan perdido como un recién llegado.
Tan oscuro como un lapidado.
Tan triste como un soldado.
Tan vacío como un amor sin verano.

Tan ausente como sin mí, tu porvenir.
Tan indiferente como lo fuiste de mí.
Tan lejos como pueda de ti.
Tan feliz como pueda fingir.

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Sus hojas delatan un sueño maltratado por el viento.
Murió el verano:
Y el carmín de tu boca se retiró a su madriguera.
Murió el verano:
Y el candor dejó una nota, ¡qué volverá cuando quiera!
Murió el verano:
Al acecho el invierno y la única esperanza, amor mío, la primavera.

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La huella incomprendida.
La forma y fondo de mi cuerpo.
Era luz; poesía que guiaba mi navío.
La cadente sombra de mi garganta: la caverna de mis palabras.
Era diosa de su mundo (y el mío) hilvanando páginas entonces heroicas.
Era frágil y perfecta y en mis frases ¡Dios, cómo añoro sus verbos ahora que no hay flor!

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Mismo nombre.                 Misma cama.
Mismo pelo.                      Mismo hueco.
Distintos ojos,                  Distintas sábanas,
la misma imagen.             el mismo sueño.

domingo, 6 de octubre de 2013

TODOS SOÑAMOS con despertar como en este, a la postre, último mini sueño.

-¿Dónde vas?- me preguntó medio dormida entre las sábanas.

-Al cuarto de baño, respondí. Abriré la ducha, me meteré en la bañara y mientras el maldito mejunje de agua con jabón destroza la dicha arrancando tus huellas de mi cuerpo, me preguntaré cómo es posible que una mujer de tu talla, más alta que el zenit de la verdad absoluta de un universo infinito; más hermosa y bella que la primera flor que el ser humano contempló asombrado en el principio de los tiempos; más inteligente que aquellos denominados lúcidos y adelantados en su campo y en la época; más pura que el reflejo de la propia naturaleza; en resumen, perfecta, sin necesidad de una excepción que te confirme como tal, comparte cama con un hombre tan simple como el hombre que contempló esa primera flor y a partir de ese instante, cerraré la ducha y dedicaré mi vida y mi alma a realizar lo denominado imposible para que tú jamás te lo preguntes.


-Espera…Te daré una toalla limpia y hay un cepillo de dientes nuevo en el cajón de la izquierda de mi pecho.
TODOS SOÑAMOS con bailar acompañados (mini sueño)

          Éramos jóvenes. Todos los sábados después de la cena y la obligada visita a los pubs de la zona acabábamos en la discoteca de turno. Aquella noche y mi anécdota secreta no la olvidaré mientras tenga memoria.
Os cuento:
         No nos gustaba mucho bailar, más bien éramos de barra pero para poder tener una visión objetiva y general de las muchachas que se aglomeraban en el centro de la pista un amigo (el Flaco, fuerte y hermoso, de los no necesitaba decir una palabra para ligar, afortunadamente) y yo, nos subíamos a lo que en su día se llamaba pódium (desconozco si tal denominación continuará en vigor). Cerveza en mano y subidos a la atalaya discotequera la panorámica era excelente y para disimular nuestro propósito movíamos lateralmente y muy leve el cuerpo.
Esa noche pude ver, al otro lado de la pista, la rubia más esplendorosa y bella que jamás veré. Y para colmo me miraba desde la distancia. En un momento dado decidió dejar su copa en una barra cercana y se encaminó hacia mí. Temblé. Al Flaco no le dije nada (capaz era de joderme la ilusión y decir que lo miraba a él). Apenas nos separaban veinte metros pero con la cantidad de gente que había entre nosotros junto con la ilusión que yo tenía parecían kilómetros. No dejaba de mirarme, le daba igual si los muchachos con los que tropezaba se le quedaban mirando lascivamente, le daba igual que le pisaran los pies o que la empujaran, sus ojos (creo que ni parpadeaban) no apartaban su mirada de mí. A mí me faltaban rodillas, me faltaban bolsillos, me faltaba cerveza, me sobraba sudor. Apenas me quedaba dinero pero seguro que el Gordo, que estaba por abajo danzando de flor en flor sin ningún éxito, me prestaría dinero. Bueno, seguro que cuando la vieran eran capaces de entre todos pagarme una habitación de hotel. Seguía su camino. Yo ya tenía la boca abierta y el Flaco, a mi lado, no dejaba de moverse estúpidamente y de empujarme, ni se había dado cuenta de que uno de sus mejores amigos había encontrado el amor. Lo que es capaz uno de inventarse en lo que dura apenas una canción. Desayunaríamos en la cafetería de la esquina. La acompañaría a su casa. No dejaba de mirarme. Quedaríamos para la noche. Y se acercaba…y se acercaba. Cena, cine. Nos besaríamos. Iríamos a mi casa…un día y otro y otro y así hasta que no hiciera falta que fuéramos a mi casa porque ya viviríamos allí. Rodeó el pódium. Mi corazón me latía en los tobillos. Me agarró del camal del pantalón. Yo me repetía mi nombre para que no se me olvidara y me agaché muy servicial. Ella, con una voz con la que me despierto cada domingo entre el cantor de los pajarillos y el chirriar de la madera soleada, me susurró:
-Te puedes bajar, me gustaría bailar con él (lo que yo decía, el muy cabrón no necesita decir ni una palabra para ligar).


          Con la misma resignación con la que un perrito agacha la cabeza sin entender una puta palabra de lo que le grita su amo, me bajé del pódium. El Gordo estuvo toda la noche invitándome a cerveza. Agarré la mayor melopea de mi vida y esto lo cuento porque a mí me lo contaron que yo, y más con los años, recordaba nada (o no quería).


TODOS SOÑAMOS que todo sale como soñamos y con hacer deporte (mini sueño)

           Yo le preguntaré si el asiento está ocupado. Ella responderá, ahora sí. Nos presentaremos. ¿Qué tal? Yo, Hugo. Bien, yo, Diana. Magnífica mañana. Perfecta. Ella, camarera. Yo, cocinero. Ella, sacará tijeras. Yo, sacaré papel. Ella, sacará piedra. Yo, corazón. Y así, el resto de nuestra vida.

Tengo que dejar de soñar nuestras conversaciones una vez despierto o llegaré tarde al trabajo y acabaré en la calle (peor el remedio que la enfermedad).
Además, ¿y si la conversación no camina por donde yo soñé y acabamos hablando del programa de televisión de turno?  ¿Y si ella no responde lo que yo soñé que respondía y es una borde y descarada? No lo creo, la verdad. Tengo miedo; resulta que no soy un tipo muy espabilado ni perspicaz  y en esos casos se me nublaría la mente, se aflojarían las rodillas y la cagaría al decir alguna estupidez intentando dar un giro bienintencionado para encaminar de nuevo la conversación hacia la que yo soñé. Estoy seguro de fracasar estrepitosamente. Mira, mejor lo dejamos para el jueves total, seis meses intentando decirle dos palabras más o menos íntimas pero sin incomodarla, nada pasa por dos días más. ¿Qué son dos días? Si estuviera en mi lecho de muerte aún, pero no es el caso, al menos que yo sepa (mañana me cito con el médico).

         El autobús, muy de sus costumbres y tradiciones, llegaba retrasado. Comprobé que ella estaba sentada donde siempre se sentaba. Subí y como un experto cazador del amazonas me fui acercando poco a poco hasta ella. Ella ni veía ni sentía, no veía al viejito (algo verdoso) que se le sentaba a su lado rozándola delicadamente con la garrota, ni a la señora que en algún descuido en su dieta se había tragado una mesa camilla y que no hablaba, gritaba. Ni siquiera me veía a mí (¡a mí! Que estaba enamorado de ella desde hacía seis meses). Ella sólo tenía ojos para el mundo exterior. Ella y su ventanilla (¡Dios! ¡Cómo anhelan los peces de pecera el mar!).
Bajó en Granados, como todos los martes y jueves. Yo, dos paradas después, como todos los días.

        Llegó el jueves. Soñé la misma conversación (con algunos matices pero el mismo fin). Las mismas inseguridades. Se me ocurrió, vaya usted a saber por qué, que si no lo hacía ese día no lo haría jamás y en consecuencia tomé la peor de las decisiones posibles. Agarré la botella de whisky y me puse un chupito, luego dos, tres, cuatro y paré en el quinto.
El autobús llegó en su costumbre. Comprobé, sin vergüenza alguna, que estaba sentada en el asiento en el que siempre se sentaba. Estaba. Subí. Con aspavientos y sin contemplaciones fui sorteando al personal que entorpecía mi camino hasta ella como quien ahuyenta las moscas de su comida. Me senté a su lado. En ese momento y, creo yo, que por un giro brusco del autobús o algo que me sentaría mal en la cena, sentí un traspiés en el estómago con tan mala suerte que en una arcada involuntaria le estuqué su precioso vestido con lo que yo sabía que era un filete de pechuga rebozada, ensalada de pepino y tomate y cinco chupitos de whisky. Todo el autobús se escandalizó. Ella saltó del asiento perjurando en élfico. Yo me limpie la boca con la manga de mi mejor chaqueta y le solté, con una sonrisa sebosa, la siguiente frase: estás más rica que la mousse de chocolate (valiente gilipollas). El señor de la garrota advirtió que yo estaba borracho (alguien más joven lo hubiese intuido al verme subir tambaleándome al autobús) y atinaba, muy diestro para su edad, a romperme la garrota en la espalda. La señora de la mesa camilla increpó al conductor por dejar subir al autobús público a un borrachuzo como yo, éste ante las quejas del pasaje me echó del vehículo con lo cual, llegué tarde al trabajo de donde también, al comprobar mi estado, me largaron. Desde entonces, no tomo alcohol y busco trabajo en bicicleta. A ella, afortunadamente, no la vi más.



TODOS SOÑAMOS con no ser nunca el otro (mini sueño)

 La encontré en la esquina, cruce de Granados con Galerías, apoyaba su mano contra la pared llena de carteles de obras y conciertos atrasados y recolocaba, sin perder el equilibrio, sus zapatos. Parecían nuevos. Vestía sofisticada. Con fulgor excesivo brillaba su vestido rojo y los transeúntes que iban y venían de sus recados matutinos perdían la vista y el control de sus pasos en sus indulgentes caderas.

Agoté el cigarro y sin darme cuenta me vi en la infantil idea de seguirla. Se notaba que no tenía prisa, como si fuera enteramente feliz a sabiendas de que el destino soñado la estaba esperando sin ninguna de las urgencias intrínsecas del ser humano latiendo sobre la angustia del tiempo que se escapa(¡vamos, lo que se dice feliz! Digo yo). Caminaba retraída, desnutriendo el espacio y cruzando las zancadas saltando las baldosas de dos en dos.
Era hermosa. ¿Cómo te diría? Como cuando una ráfaga de viento entra arrasando en una habitación olvidada y triste y todo alrededor mejora, rejuvenece, ¿sabes? Embellecía las formas inertes de la avenida y con su reflejo en los escaparates de las tiendas de alta costura insinuaba un brillo vital en los ojos de los maniquíes. ¡Sí, hombre, de ese tipo de belleza que ni tú ni yo veremos de cerca!

Se detuvo a la altura del número cincuenta de Galerías. Enseguida el portero muy reverencioso él, salió del portal, cogió sus bolsas de la compra textil y mantuvo la puerta abierta para que la señora no tocara con sus frágiles manos el brillante pero vilipendiado pasamanos de la puerta. Ella, antes de entrar, miró hacia atrás como la actriz protagonista de la obra teatral más aplaudida por público y crítica que antes de abandonar la escena se gira para comprobar que todo, hasta la más ínfima de las motas de polvo, deja huella. Yo estaba al otro lado de la calle. No me vio. Yo sí vi como el servicial portero llamaba al elevador y con un suspiro la mandaba directita al cielo (al tercer piso).

Yo, muy ligero, aproveché la anulación mental del portero para entrar y subir corriendo las escaleras, llegar al tercer piso a tiempo de verla entrar en su apartamento y colarme dentro antes de que la puerta se cerrara.

Era una vivienda sencilla a la par que compleja, algo así como la estética de la propia dama que acaba de entrar. No tenía mal gusto; me fijé detenidamente y casi todo estaba en el lugar en el que yo mismo lo hubiese colocado de ser su inquilino. El pasillo era escueto y frío (como debe ser un pasillo y no tener que atravesarlo de costado para no derribar felinos siameses de porcelana) y en él abandonó los zapatos y con un equilibrio admirable, las medias. El salón, ardiente y conmovido, incitaba a andar descalzo por sus alfombras que seguro no eran de Persia, estanterías de escayola con más figuras que libros, dos sofás enfrentados y ni rastro del televisor (¡bravo!). Ella permitió a su blusa, con un encanto desmedido (en ese momento sospeché que me había visto), resbalar por su cuerpo y caer sedosamente sobre la alfombra. Más allá, en el umbral de la otra puerta por la que uno podía escapar del salón, cayó a plomo la falda.

Su dormitorio era una estancia para morir cada noche y renacer cada mañana. Divino. No era de éste siglo. Abrumador. Y su lencería ¡ah, su lencería! de ensueño (quise arráncame los ojos de la satisfacción). Se acercó a la cama, liberó el sujetador y se dejó caer sublime sobre mi cama donde recogió sus pechos uno que ya no era yo. Debí haberme arrancado los ojos hace un par de líneas… días... años…(y el corazón).

miércoles, 2 de octubre de 2013


TODOS SOÑAMOS con mensajitos de madrugada (mini sueño)

Todo partió de un mensaje a las tantas de la madrugada de un sábado en el que me acosté pronto por culpa de un agudo dolor de cabeza (debo reconocer que me gusta que me despierten de esta manera, siempre intuyo que serán buenas noticias).
Tenemos que hablar, decía. Hablemos, le envié yo.
Diez minutos más tarde ambos estábamos bajo la luz de una farola.
-Necesito tiempo, me dice.
-No hay prisa. Ya te dije que tenías el resto de mi vida, le respondí.
-Es más complicado que una frase bonita, me replicó.
-Yo no lo veo así, le contra repliqué.
-Tú todo lo ves muy fácil y no tienes paciencia. Todo lo quieres ya y ya, no puede ser. Yo aún tengo vivas las cenizas de mi pasado reciente y no quiero que un fuego nuevo se cree a partir de unas cenizas que quiero que se extingan.
-Yo no pretendo que ahora vivas por y para mí, yo lo único que deseo es que me mandes mensajitos a las tantas de la madrugada deseándome un buenas noches tardío o que me preguntes si duermo o estoy desvelado o que, simplemente, me saludes con un emoticono sonriente y tal vez en una de esas chispitas prenda dentro de ti el fuego ese del que me hablas.


Volvimos a la cama (por supuesto por separado) y diez años después aún espero ese mensaje (debe ser que alguien, con una frase más bonita que la mía, removió las cenizas).


TODOS SOÑAMOS con palomas mensajeras (mini sueño)

Mini sueño abierto al poeta Rafael Alberti:

Mi querido Don Rafael:
El extraño suceso del que le quiero hacer partícipe y que considero tiene mucho que ver con sus palabras escritas (más adelante lo verá aclarado), lo recuerdo como si fuera ayer.
Yo vivía, ya hace algún tiempo, en el tercer piso del número cincuenta de la avenida Galerías. Desde el comedor de mi casa y a través de un amplio ventanal gozaba de unas esplendidas vistas panorámicas de todo el casco antiguo de la ciudad. Desde dicho ventanal, todas los días a las ocho o’clock de la mañana era testigo de uno de los acontecimientos más sorprendentes que he vivido en lo que hasta ahora llevo de vida. A esa hora, como le digo, y en estricta formación militar un grupo de palomas mensajeras desfilaba por delante de mi narices y del cristal. Para que se haga una idea, algo así como si un ejército, con sus uniformes planchaditos y recosidos, desfila por delante de la tribuna donde los saluda, vanidoso y prepotente, su capitán general el día de su patrona o patrón. Después de esto y con un arrullo grave del que siempre presupuse (por sus colores) era el comandante al mando, rompían la formación y dispersaban su vuelo en busca de los respectivos destinatarios de los mensajes que portaban en sus patas. Durante años contemplé primero con asombro más tarde con decepción aquellos alucinantes desfiles. Le digo con decepción porque una vez uno se acostumbre a los desfiles palomeros lo único que desea es recibir uno de esos mensajes.

Un día en el que yo me encontraba de pie frente al ventanal tomando café a la espera del acontecimiento militar, apareció una solitaria paloma que se posó en el alfeizar de la ventana. Le abrí y entró. Después de un firme saludo militar, que yo devolví por respeto a mi pasado académico, me entregó un papelito enrollado que llevaba adosado a su pata izquierda. Hecho esto, volvió a saludar, volví a corresponder y en vuelo picado, salió por la ventana.
Yo, nervioso por la llegada de aquel esperado mensaje y medio abrumado por haber conocido a un verdadero militar, desenrollé el papelito y leí:

‘No desespere, ella volverá y las alucinaciones desaparecerán’ (escueto y directo).

Y aquí, mi querido y admirado poeta el motivo de ésta. En referencia a su famoso poema me veo en la obligación y sin dolor alguno de darle completa y absolutamente la razón en cuanto a las palabras escritas en el susodicho: se equivocó la paloma, no sabe hasta qué punto se equivocaba. Al sur, ya le digo yo que se fue (la paloma, desconozco si a buscar la orilla) y del maldito mensaje ya van quince años. De ella, ni blusa ni falda ni nada (olvídese de la rama porque ahora duerme todas las noches bajo sábanas de seda junto a otro) y yo, para sacármela de la cabeza me reenganché al ejercito y ahora formo parte, muy orgulloso y en calidad de capitán, del tercer regimiento sección segunda de infantería de palomas mensajeras al servicio de la patria y las palabras. Ahí es nada.
Dicho lo anterior y con la esperanza de haber aclarado cualquier duda que pudiera surgirle con respecto a esta carta y la satisfacción de otorgarle al Cesar lo que es del Cesar, me despido.

Siempre suyo, Capitán Castro García,  desequilibrado nº 1476.

Manicomio la Pinza perdida. Valencia. España.